La llorona versión argentina

Capítulo 3 – Grabaciones

Después de la muerte de la señora del 302, el hospital cambió.
Los pasillos ya no parecían los mismos.
El aire estaba más pesado, y por las noches, un olor a humedad y barro comenzaba a filtrarse desde los ductos de ventilación.
Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sentían.

Esa semana, tres pacientes más murieron de forma repentina, todos entre las 2:30 y las 3 de la mañana.
Y lo más extraño: en los registros de seguridad, las cámaras mostraban pequeñas fallas justo en ese momento.
Saltos en la imagen. Estática. Sombras que se movían entre cuadro y cuadro.

Una madrugada, no aguanté más.
Bajé al sector de seguridad del hospital, donde un técnico de guardia revisaba las pantallas.
—¿Tenés los videos de anoche? —le pregunté.
—Sí, pero están raros —me dijo sin despegar la vista del monitor—. Mirá esto.

El video mostraba el pasillo principal del tercer piso. Todo parecía normal: luces encendidas, silencio, los carros de enfermería estacionados.
De pronto, a las 2:37, una sombra cruzó de lado a lado.
No caminaba. Flotaba.
La imagen se distorsionó y la cámara emitió un zumbido agudo.
En ese instante, el sistema marcó un error: “Interferencia por humedad”.

—Pausá ahí —le pedí.
Retrocedió unos segundos.
En la esquina inferior del cuadro, algo brillaba.
Una figura femenina, difusa, con un velo blanco y el cabello mojado cayendo sobre el rostro.
Pero lo peor no fue verla.
Fue escuchar el sonido que se filtró en el micrófono de ambiente.
Un llanto.
Largo. Trémulo.
Tan real que el técnico se apartó de la pantalla.

—Debe ser un fallo del audio —balbuceó.
Pero el llanto seguía, incluso después de detener la grabación.
Venía del pasillo real, no del monitor.

Salimos corriendo.
Cuando llegamos al tercer piso, no había nadie.
Solo el goteo constante del techo y un charco de agua que se extendía frente al ascensor.
El piso resbalaba, como si alguien hubiese pasado descalzo, dejando huellas mojadas.
Las seguí con el celular iluminando el suelo.

Las huellas se detuvieron frente a la ventana que daba al Riachuelo.
El vidrio estaba empañado.
Y escrita con un dedo, temblorosa, se leía una frase:
“Devuélveme a mis hijos.”

Sentí un temblor en las piernas.
Mauricio, que había subido conmigo, se quedó paralizado.
—Esto no puede ser real —dijo.
Pero su voz se quebró cuando una gota cayó desde el techo… y luego otra, y otra.

El agua comenzó a filtrarse de las paredes, como si el hospital estuviera llorando.
El olor a barro se hizo insoportable.
Y entonces, desde el fondo del pasillo, entre las luces parpadeantes, apareció su silueta.
La misma mujer, más nítida esta vez.
El vestido blanco, empapado.
El cabello pegado a la cara.
Y un sonido que me atravesó el alma:
—Aaaay… mis hiiijos…

Mauricio gritó y corrió hacia la escalera.
Yo me quedé inmóvil.
La mujer levantó la cabeza, y sus ojos… no, sus huecos negros… se clavaron en mí.
Vi cómo de su boca caía un hilo de agua turbia, goteando al suelo.
Quise moverme, pero no pude.
La linterna del celular parpadeó y se apagó.
Y en la oscuridad, sentí que alguien me rozaba la mano con dedos fríos, huesudos.

Cuando encendieron las luces de emergencia, ya no estaba.
Solo el agua, extendiéndose como un río pequeño, que se perdía por debajo de las puertas del pasillo.

---

A la mañana siguiente, pedí ver nuevamente la grabación.
El archivo estaba dañado.
No se veía nada, salvo estática y un zumbido constante.
Pero en los últimos segundos, justo antes de cortarse, se distinguía una imagen congelada:
mi rostro, mirando al frente…
y detrás de mí, una sombra blanca, con la boca abierta en un grito que no pertenecía a este mundo.




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