La llorona versión argentina

Capítulo 6 – Noche de guardia

El hospital de noche tiene su propio lenguaje.
Las puertas crujen como si respiraran, las luces vibran con el pulso de las máquinas, y el silencio pesa más que el ruido.
Pero esa noche fue distinta.
Esa noche, el silencio tenía una voz.

Yo estaba en la guardia, terminando el control de un paciente en observación, cuando entró Mauricio.
Tenía la mirada perdida, los ojos rojos por el cansancio.
—No quiero volver al tercer piso —me dijo apenas cruzó la puerta—. No soporto ese ascensor.
—¿Qué pasó ahora?
—Se abre solo. Sin que nadie lo llame.
Me mostró su celular.
Tenía grabado un video de esa misma tarde: el ascensor del ala vieja abría sus puertas una y otra vez, aunque el tablero marcaba “fuera de servicio”.
Y cada vez que se abría, el sensor térmico del pasillo detectaba una presencia.
Una figura humana.

No le creí del todo hasta que, a las 2:30, el timbre del ascensor sonó.
Ding.
Nos miramos.
Nadie había llamado.

Salí al pasillo con la linterna del celular.
El aire estaba húmedo, pesado, y olía a agua estancada.
El ascensor estaba al final del corredor, con las puertas abiertas.
Dentro, las luces parpadeaban.
El suelo tenía un charco.

Mauricio se acercó despacio.
—No entres —le dije.
Pero él asomó medio cuerpo.
—No hay nadie… —alcanzó a decir.
Y entonces, el llanto llenó el aire.

Un gemido largo, profundo, que parecía venir desde las paredes.
Los tubos fluorescentes del techo estallaron, uno tras otro.
El pasillo quedó en penumbra.
Mauricio gritó y corrió hacia mí, pero el agua comenzó a moverse bajo sus pies, como si tuviera vida.
Lo envolvió hasta los tobillos.
—¡Ayudame! —gritó—. ¡No puedo moverme!
Corrí hacia él y lo tomé de los brazos.
El agua estaba helada.
Tiré con todas mis fuerzas, pero era como si algo lo sujetara desde abajo.

En ese momento, el ascensor emitió un chirrido, y las puertas comenzaron a cerrarse lentamente.
Mauricio me miró con los ojos desorbitados.
—¡Está ahí! —gritó.
La vi por un instante: dentro del ascensor, de pie, detrás de él.
El vestido blanco, el cabello mojado cayéndole sobre la cara.
Su brazo se extendió y lo tocó en el hombro.

Las puertas se cerraron con un golpe seco.
El panel parpadeó, las luces titilaron y el ascensor comenzó a bajar… aunque nadie lo había activado.

Presioné todos los botones, grité, golpeé la puerta, pero no se detuvo.
El ruido de los cables, el chirrido del motor, y ese llanto...
A lo lejos, escuché un golpe, y luego silencio absoluto.

Tardamos casi una hora en abrir el ascensor con ayuda del personal de mantenimiento.
Adentro no había nadie.
El suelo estaba cubierto de agua, y en una de las paredes, escrita con barro, se leía:
“Uno menos.”

Mauricio nunca apareció.
La policía lo dio por desaparecido.
Ninguna cámara registró su salida del edificio.
Y en los días siguientes, cada madrugada, el ascensor bajaba solo hasta el subsuelo y volvía a subir vacío, deteniéndose en el tercer piso… a las 2:37 en punto.

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Desde esa noche ya no confío en los reflejos del acero, ni en el sonido de los motores viejos.
A veces, cuando el ascensor se abre sin motivo, juro ver mi propia sombra distorsionada dentro.
Y detrás de ella…
algo blanco, quieto, mirándome




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