La llorona versión argentina

Capítulo 10 – Los hijos del agua

Después de la noche en el subsuelo, dormir se volvió una tortura.
Cada vez que cerraba los ojos, el agua me llamaba.
Era como si el río mismo hablara dentro de mi cabeza, arrastrando voces, llantos, risas huecas de niños.

La primera pesadilla vino la madrugada siguiente.
Estaba en el puente viejo, solo, y el Riachuelo parecía más profundo, más negro de lo habitual.
Las aguas se agitaron y, de repente, vi figuras flotando: los niños desaparecidos de los registros.
Sus rostros mojados, pálidos, mirándome con ojos vacíos.
Intenté acercarme, pero cada paso que daba se hundía en agua hasta la cintura.

Entonces apareció ella.
Blanca, flotando sobre el río, con el cabello pegado al rostro y los brazos extendidos como si quisiera abrazarlos.
Su voz, tan cercana, me atravesó:
—¡Devuélvemelos!

El llanto de los niños se mezclaba con el suyo, formando un eco que me hacía doler los oídos.
Sentí que me llamaba, que buscaba algo en mí.
Y de pronto, reconocí un patrón: los niños señalaban hacia mi pecho.
Mi corazón latía con fuerza, como si estuviera respondiendo a un llamado ancestral que no entendía.

Me desperté sobresaltado.
El sudor me empapaba, y en la almohada había pequeñas gotas de agua, como si el río hubiera seguido mi cuerpo hasta la cama.

Esa noche volvió el sueño, pero diferente.
Estaba dentro del hospital, recorriendo los pasillos inundados, y los niños aparecían detrás de cada puerta, señalando hacia las habitaciones vacías.
Uno de ellos, Luis, se acercó y murmuró:
—Él sabe… él nos vio…

Me miró con sus ojos negros, huecos, y comprendí que algo se había conectado.
No eran solo visiones.
Era un puente entre mi mundo y el de ellos.
Entre el hospital y el Riachuelo.
Entre la vida y la muerte.

Al despertar, no había agua en la cama, pero la sensación persistía: un frío que atravesaba mi pecho.
Desde entonces, cada noche los sueños me traían fragmentos de los niños desaparecidos: risas apagadas, llantos que no podía ignorar, y la presencia de la mujer blanca que los buscaba sin cesar.

Comencé a notar cambios en mí durante el día.
Cada reflejo en el agua me mostraba algo más: sus ojos, el rostro pálido, la mano extendida.
Sentía su mirada incluso cuando caminaba solo por los pasillos.
Y entendí algo terrible: no solo había visto a La Llorona.
Ella me había visto a mí.
Y los hijos que lloraban bajo el agua me reclamaban como si yo fuera parte de su historia.

El terror dejó de ser solo físico.
Se volvió psicológico.
Una carga invisible que me seguía a todas partes.
Cada charco, cada gota de agua en el hospital me hablaba de ellos.
Cada sonido del Riachuelo resonaba dentro de mi cabeza.

Esa noche, mientras miraba la ventana que daba al río, escuché el llanto más cercano hasta ahora.
No venía de afuera.
Venía de mí.
Y comprendí que si no encontraba la manera de liberarlos…
su dolor, y el mío, nunca terminarían.




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