Nos dicen que la ley es limpia. Nos dicen que el orden es un jardín de rosas, que las prisiones son "instituciones de rehabilitación". Pero ¿qué es la ley sino un trapo sucio que se pasa de mano en mano, embarrado con la misma mugre de siempre? ¿Qué es el orden sino el eco de una carcajada nerviosa que se esconde bajo una corbata bien planchada? Miren los cerdos disfrazados de jueces, con sus trajes de seda y sus discursos pulidos. Ellos también huelen a mierda, pero tienen la decencia de no dejar que nadie lo sepa. La sangre en sus manos es invisible, pero sus firmes y rectas sonrisas, eso sí, son un espectáculo. Los prisioneros son los manchados, los que nunca podrán lavarse del todo, los que nunca podrán dejar de arrastrar su condena. Pero mientras tanto, los verdaderos criminales siguen limpiándose las manos en la cortina de humo del sistema. Hablan de redención, hablan de la segunda oportunidad, pero nunca dicen que la única redención posible es la que no pasa por la cárcel, la que no pasa por una prisión de barrotes y leyes manchadas. Aquí, el perdón no se encuentra entre las paredes; se encuentra entre los barrotes de la hipocresía, donde los gritos se ahogan antes de tocar el aire. "Reformemos", dicen. Y con cada reforma, lo único que hacen es cambiar las sábanas sucias de la cama. El león sigue siendo el león, aunque ahora tenga una corbata y un traje a la medida. ¿Queremos justicia? La justicia nunca fue un guante de seda. La justicia se encuentra donde nadie quiere mirar: en la mugre que se esconde bajo la alfombra de la falsa moralidad. El diluvio no limpiará esta ciudad. El agua no purifica las almas cuando ya están podridas desde la raíz. Y, sin embargo, aquí seguimos, como siempre, celebrando la tormenta que nunca llega.