En este escenario, los actores son sombras. Visten trajes hechos de silencio, de promesas rotas y de miradas vacías. El guion está escrito en las paredes, pero nadie lo lee. ¿Quién quiere recordar lo que se olvida con cada aplauso? El teatro de la liberación está plagado de actores que jamás actuaron para el público, sino para el reflejo de su propio ego. Nos dicen que la historia de la humanidad es una historia de progreso, de luces que iluminan lo oscuro, de hombres que avanzan hacia el futuro. Pero lo que realmente nos cuentan son mentiras envueltas en discursos grandilocuentes. Nos dicen que el hombre ha dejado atrás la barbarie, pero no ven la barbarie que llevan dentro. La misma barbarie que se esconde tras los muros de cemento, donde aquellos que desafían el orden son condenados a la olvida, a ser olvidados. ¿Qué nos queda de esta farsa llamada "progreso"? Nos queda el eco de nuestros propios gritos, filtrado por las rejillas del sistema. Nos queda la condena del olvido, ese vacío que se traga las voces de los que nunca tuvieron oportunidad. Nos queda el escenario, con su telón gastado y su público indiferente, esperando el próximo espectáculo para distraerse de la realidad. Nos venden un futuro brillante, pero la luz de su faro solo refleja las sombras del pasado. Nos prometen libertad, pero nos entregan cárceles de pensamientos, cadenas de moralidad que jamás se rompen. Y aquí estamos, en el centro del escenario, esperando que la próxima mentira nos haga sentir menos vacíos. Pero la verdad, la verdadera verdad, es que este teatro es sólo eso: un juego de sombras, una comedia del absurdo en la que nunca se sabe quién es el verdadero prisionero.