Ellos dicen que la prisión es el fin de un camino. Que, tras las rejas, los cuerpos se detienen, que las mentes se apagan, como si el encierro fuera una tumba. Pero no hay cadáveres en prisión, sólo muertos que caminan. La carne sigue respirando, pero el alma... el alma ya no sabe cómo gritar. El sistema nos promete que al encarcelar a los culpables, la sociedad será más justa. Pero no nos dicen qué sucede con los que están fuera de esas rejas. ¿Nos olvidamos de ellos simplemente? ¿De los que encierran el mundo sin necesidad de muros? Los verdaderos prisioneros son los que jamás sabrán lo que es una celda, pero viven tras una cárcel invisible: la cárcel del miedo, la del odio, la de la moralidad que todo lo regula. Las mentes de los "libres" están más sucias que los pasillos de cualquier prisión. Ellos son los que convierten el aire en veneno, los que convierten el futuro en polvo. Mientras aplauden el encierro, los verdaderos muertos siguen caminando entre ellos, incapaces de ver las cadenas que los atan. ¿Quién es más libre? El hombre encarcelado por el estado o el que vive preso de sus propias creencias, de la moral que le enseñaron, de los prejuicios que ha recogido como un saco lleno de piedras? Los que "caminan libres" son los que más temen la libertad, porque la libertad exige mirar la verdad a los ojos, y nadie quiere ver lo que está frente a ellos. En el fondo, todos estamos muertos. Algunos simplemente sabemos cómo cargar con la muerte en nuestras espaldas.