La moral se presenta como el faro que guía el barco, como la brújula que indica en qué dirección debemos caminar. Pero lo que no nos dicen es que la moral no es más que un escaparate vacío, decorado con las mejores intenciones, pero en su interior... sólo hay basura. La moral de los "buenos" no es más que una mascarada de aquellos que nunca tuvieron que luchar con las sombras de su propia naturaleza. Ellos nos miran desde su pedestal, con el dedo levantado, condenándonos por el simple hecho de existir. Pero sus manos están tan sucias como las nuestras. Ellos lavan sus conciencias con agua bendita y luego vuelven a ensuciarla con sus propios miedos, con su falta de entendimiento, con su necesidad de controlar. La moral no es un espejo, es una jaula que nos quieren imponer, un molde que no cabe en las formas que realmente somos. Hablan de valores como si fueran la clave de la humanidad, pero esos valores son las cadenas que nos atan a su visión del mundo, a su visión distorsionada de lo que está bien y lo que está mal. La moral que nos imponen no es universal, es una moral que ha sido tejida con hilos de opresión, con la necesidad de controlar, con la amenaza de castigar. Nos dicen que todo tiene un precio, que el arrepentimiento compra el perdón. Pero la moral no puede ser una transacción, no puede ser una moneda que se cambia por unas monedas de sacrificio. La verdadera moral es el reconocimiento de la humanidad en el otro, la aceptación de las sombras en el propio ser. Pero esa moral no se encuentra en las aulas, ni en los tribunales, ni en las prisiones. Esa moral está fuera del alcance de aquellos que se creen dueños de lo que es correcto. Y, mientras tanto, nos miran, exhibiendo su moral como un trofeo, pero nunca nos dejan ver lo que realmente hay en sus corazones.