La libertad es el juguete roto que nos lanzan a la cara, y nosotros, como idiotas, nos emocionamos cada vez que nos lo muestran. Nos dicen que podemos ser lo que queramos, pero siempre hay alguien detrás de las cortinas, manipulando nuestros movimientos, dictando nuestras decisiones, pintando las opciones con los colores de la conveniencia. Somos libres, dicen, pero nuestras cuerdas siempre están atadas a algo que ni siquiera vemos. Nos hacen creer que la libertad es algo que se alcanza, que es un derecho que nos pertenece, pero esa libertad no es más que un contrato firmado a nuestra espalda. Nos dicen que somos libres para elegir, pero las elecciones siempre están predestinadas, siempre dentro de un camino preestablecido, siempre bajo la sombra de los que controlan el guion. Los titiriteros de la libertad son los que nos mantienen entretenidos con su teatro barato. Nos hacen aplaudir mientras nos arrastran hacia el abismo, sonriendo, como si estuviéramos siendo parte de una obra maestra, como si realmente tuviéramos control. Nos dicen que las cadenas son invisibles, que el sistema no nos aprisiona. Pero esas cadenas se sienten mucho más reales cuando nos miramos al espejo y vemos lo que hemos llegado a ser: espectadores de nuestra propia destrucción. La libertad es solo una ilusión creada para mantenernos callados. Y nosotros, como marionetas, seguimos moviéndonos al ritmo de la música que nos ponen, mientras ellos, los titiriteros, siguen riendo en las sombras.