No hay caos más grande que el de un mundo obsesionado con el orden. Lo llaman estabilidad, progreso, justicia, pero no es más que una coreografía de autómatas marchando al ritmo de su propia condena. La estructura es sagrada, las reglas intocables, y cualquier intento de desajuste es castigado con el látigo de la normalidad. El orden es el opio de los mansos, la doctrina de los que prefieren no pensar. Se impone a fuerza de muros y barrotes, con leyes que huelen a formol y discursos que exudan naftalina. Pero en su pulcritud de manual, en su precisión de relojería, hay un hedor inconfundible: el de la putrefacción. Nos gritan que sin orden seríamos bestias, pero olvidan que las verdaderas bestias son las que siguen instrucciones sin cuestionarlas. La cárcel es el epítome de su anhelo: un lugar donde la obediencia no es una opción, donde el que respira demasiado fuerte es sospechoso, donde hasta el pensamiento debe moverse dentro de los márgenes permitidos. Y mientras los que dictan las reglas se pasean con su moral impoluta, la máquina sigue girando, triturando todo lo que no encaja, reduciendo a polvo cualquier vestigio de insurrección. Porque el orden es el orden, y el orden no se discute.