Si el concreto pudiera hablar, ¿qué nos diría? Quizás relataría las historias de aquellos que se desvanecieron entre sus grietas, de los que fueron devorados por el silencio, de los que se aferraron a la esperanza hasta que la esperanza les escupió en la cara. El concreto no redime, no perdona, no siente culpa. Es testigo y cómplice, guardián mudo de un sistema que se empeña en enterrar la miseria bajo sus capas gruesas y frías. No importa cuánto llueva, cuánto truene, cuánto tiemble la tierra: la prisión sigue ahí, intacta, como un dios sin alma que exige sumisión. Quienes la administran llevan en la piel la marca de la virtud. Se llaman a sí mismos justos, necesarios, esenciales para el equilibrio de la sociedad. Pero su justicia es un espectáculo de sombras, una función repetida hasta el hartazgo en la que siempre ganan los mismos y siempre pierden los otros. "El castigo es necesario" – susurran desde sus tronos de mediocridad, como si el encierro purificara, como si las rejas transformaran el dolor en virtud. Pero la cárcel no cura, no enseña, no redime. Solo despoja, solo corrompe, solo convierte el tiempo en una broma pesada de la que nadie se ríe. Las paredes escuchan, pero no responden. Los muros observan, pero no intervienen. El concreto es la única verdad absoluta en este teatro de hipocresías. Y cuando alguien grita, su eco muere antes de encontrar una salida. Porque la redención es un lujo que solo disfrutan los que nunca han sido condenados.