El silencio del pasillo era tan blanco como las paredes. Lyra se miraba las manos una y otra vez, sin reconocerlas. Le temblaban, no de miedo, sino de una especie de vértigo interior: esa sensación de estar a punto de dar un paso que podría romperlo todo… o salvarlo.
Apretó entre los dedos el pequeño sobre que contenía los documentos del tratamiento. Su nombre estaba escrito con tinta azul, temblorosa. Lyra Alen. Le habían dicho que el procedimiento era sencillo, que solo debía relajarse, confiar. Pero nada parecía sencillo cuando el amor se estaba muriendo del otro lado de la ciudad.
Pensó en Ethan, su esposo. En su forma de apartarla por las noches con el pretexto del cansancio. En sus miradas vacías, en los silencios que se alargaban hasta hacerla sentir invisible. Aun así, ella estaba allí, cumpliendo la última promesa que se había hecho: intentarlo una vez más.
Porque si el embarazo no llegaba, él se iría. Y ella no podía perderlo. No después de tantos años de matrimonio, de ilusiones, de culpas que no eran suyas. Lo amaba, o al menos eso creía… porque amar, ¿no era también sufrir un poco?
El reloj marcó las nueve.
Una enfermera de voz amable la llamó por su nombre. Lyra se levantó con el corazón golpeándole el pecho. Caminó por un corredor perfumado con desinfectante y lavanda artificial. Entró en una habitación luminosa, donde el médico la recibió con una sonrisa mecánica.
—Tranquila, Lyra —le dijo el doctor Hale—. Todo está listo. Sólo debe relajarse y pensar en algo bonito.
—¿En algo bonito? —susurró ella, intentando sonreír—. No recuerdo muchas cosas bonitas últimamente.
El médico no respondió. Se limitó a revisar la etiqueta del pequeño frasco que contenía la muestra de esperma y a hacer una anotación en su tablet.
No advirtió que un asistente confundía dos bandejas idénticas en la cámara de preservación. Un código. Una sola cifra fuera de lugar… Una semilla cambiada de destino.
Lyra no lo supo entonces, pero el hijo que soñaba tener con su esposo no sería de su esposo.
Mientras tanto, muy lejos de allí, bajo una luna pálida que asomaba sobre las montañas del Norte, un Alfa observaba el bosque desde los ventanales de su despacho en el palacio.
Kael Draven no creía en milagros, ni en el destino, ni en la luna que tantas veces había jurado servir.
Su fe había muerto el mismo día en que el cuerpo de su compañera fue hallado entre los escombros de un accidente de cacería. Desde entonces, su mundo se había vuelto de piedra.
Nada lo conmovía. Ninguna hembra lograba despertar su deseo. El instinto, ese fuego ancestral que latía en la sangre de todo Alfa, en él se había extinguido como la vida de su compañera.
—La clínica ha confirmado que todo está preparado, mi señor —informó su asistente de confianza, inclinando la cabeza—. La concubina elegida será inseminada esta noche.
—Hazlo —respondió Kael sin apartar la vista del bosque—. Cumple el protocolo. No quiero detalles.
Su voz fue una orden seca, sin matices. Él no quería saber nombres, ni rostros. Solo necesitaba un heredero. Un hijo que garantizara la continuidad del linaje Draven, aunque fuera engendrado sin deseo, sin vínculo, sin alma.
El viento golpeó los ventanales, trayendo consigo el olor húmedo de la tierra y de los pinos. Kael cerró los ojos un instante. Por un segundo, creyó oír un suspiro. No humano, sino algo más… un eco que no recordaba haber sentido desde hacía años. Un temblor leve, apenas perceptible, agitó su pecho. Pero enseguida lo sofocó.
El Alfa no se permitía sentir.
De repente Libeyka, la concubina favorita llegó al despacho del alfa, él la dejó pasar.
—¿Qué haces aquí Libeyka? no te mandé a llamar.
Ella con una voz zalamera respondió:
—¿Por qué no me dejaste ser la madre de tu cachorro? Soy joven, tengo ADN de alfas. Conmigo tu cachorra habría sido muy fuerte.
—¿Con qué derecho te atreves a reclamarme? ¿Por qué reprochas mis decisiones?
—No te estoy reprochando —se acercó e intentó tocar su rostro, pero el alfa se alejó de ella y se fue detrás del escritorio—. Solo te pido una oportunidad, aún estamos a tiempo, déjame ser la madre de tu cachorro.
—Mi cachorro no tendrá madre, mi abuela será quien lo eduque, podrás ayudarme con la crianza, la concubina que lo llevará en su vientre ya ha sido elegida. No me contradigas, sabes que detesto que lo hagan.
—Está bien, yo sólo quiero ayudarte.
—Me ayudas más cuando no me molestas.
***
En la clínica, Lyra se recostó en la camilla mientras el médico preparaba el instrumental.
El aire estaba frío. Lyra pensó en su madre adoptiva, en las historias que solía contarle cuando niña, sobre la luna y las estrellas que guardaban secretos de los hombres. Pensó también en su padre, en cómo solía mirarla a veces, con miedo de sus ojos, como si temiera perderla, cómo si un oscuro secreto amenazara su vida.
—Relájese —repitió el doctor—. En unos minutos habrá terminado.
Lyra cerró los ojos.
Una lágrima solitaria le corrió por la mejilla. No sabía si era por miedo, por amor o por resignación. Solo sabía que quería ser madre y qué su esposo no la abandonara.
Cuando el doctor sembró el óvulo fertilizado dentro de ella, una corriente cálida recorrió su cuerpo. Fue un instante, un pulso. Algo vivo, distinto, la atravesó desde el vientre hasta el alma. Y sin comprender por qué, Lyra sintió un escalofrío… y una presencia lejana, poderosa, como si un corazón desconocido se hubiera sincronizado con el suyo. Fue una sensación muy extraña, como algo sobrenatural.
***
En otro punto del mapa, Kael se había quedado dormido sobre el escritorio, de repente alzó la cabeza de golpe. Su respiración se aceleró.
De pronto notó que el aire frío del palacio cambió, cargado de un aroma tenue, desconocido, dulce y antiguo como la luna misma. Un aroma que no pertenecía a ninguna hembra del harén.
Por primera vez en seis años, el Alfa sintió algo. Un estremecimiento en lo más profundo de su ser. No lo supo, pero en ese preciso instante, su destino y el de Lyra quedaron sellados.
Y la luna, silenciosa, fue testigo del error que no era un error.