La última promesa rota
Los días que siguieron a la inseminación fueron lentos, grises, idénticos entre sí. Lyra despertaba cada mañana antes del amanecer, preparaba el café, y observaba el reflejo de la luz filtrarse por las cortinas de la cocina como si esperara una señal.
El reloj de pared marcaba siempre las mismas horas, y el tic-tac era el único sonido que llenaba la casa. Ethan apenas hablaba. Salía temprano, regresaba tarde, y cuando lo hacía, traía el aroma de un perfume que no era el suyo.
Lyra no quería ver la realidad. Aún lo amaba, o tal vez amaba la idea de no quedarse sola. Era ese tipo de amor que duele, que se aferra al recuerdo de lo que fue, aunque sepa que ya no queda nada.
En las noches, él se acostaba de espaldas. Ella lo miraba en silencio, preguntándose en qué momento la distancia se volvió una pared. Hubo un tiempo en que él la hacía reír, en que su mirada la envolvía. Ahora, esa mirada solo pasaba a través de ella.
Una mañana, mientras tendía la cama, sintió un mareo. El estómago se le revolvió de repente, y tuvo que correr al baño. El sabor metálico en su boca, el vértigo, la ligera punzada en el pecho… todo coincidía con los síntomas que había leído una y otra vez.
Sus manos temblaban cuando tomó el test de embarazo del cajón y lo sostuvo bajo el chorro de orina.
Esperó. Contó los segundos.
Uno, dos, tres…
El corazón le latía tan fuerte que podía oírlo. Cuando las dos líneas aparecieron, nítidas, rosas, perfectas, Lyra se cubrió la boca con ambas manos.
Lloró. No de tristeza, sino de alivio, de esperanza, de un amor que por fin tendría forma.
—Ethan… —susurró entre lágrimas—. Lo logramos, mi amor.
Ese día en la tarde fue al mercado, compró su vino favorito, de regreso preparó una cena especial. Decoró la mesa, encendió velas. Había rehecho en su mente cien veces la escena: él la abrazaría, reirían, todo volvería a ser como antes.
Se miró al espejo, arregló su cabello y puso una mano sobre su vientre.
“Por fin seremos una familia”,
Pensó en sus adentros.
Lo esperó en la mesa, pero se hizo tarde, Ethan no llegó.
“Debió avisarme que estaba ocupado.”
Llamó a su secretaria, la mujer le dijo que él había quedado en su oficina cuando terminó su turno. Lyra pensó en llevarle la sorpresa. Tomó la botella de vino y salió de la casa.
Los pasillos de la empresa estaban oscuros, el portero la dejó entrar, Lyra iba llegarte, con un costado de seda y zapatos de tacón, además de que su cabello estaba bien arreglado con un moño y rizos sueltos. Una sonrisa llena de ilusión adornaba su rostro…. Pero la ilusión duró poco. Al abrir la puerta de la oficina de Ethan, el sonido fue lo primero, un gemido ahogado, un murmullo. Luego, el olor del perfume que había sentido tantas veces al acercarse a él. Y después, la imagen que la dejó inmóvil.
Ethan estaba sobre la alfombra, sobre él estaba una mujer, era Nadia, la hermana menor de Lyra. Estaban sin ropa. El cuerpo de ambos estaban entrelazados en una intimidad que a Lyra le pareció grotesca, insoportable, abrió sus ojos de par en par y un gemido de asombro salió de su garganta.
—¿Ethan? —su voz se quebró.
Nadia abrió su boca con asombro. Él la apartó a un lado, sorprendido, maldiciendo entre dientes. Nadia agarró su pequeño vestido y se tapó avergonzada, Ethan se puso el pantalón rápidamente y se puso de pie.
—Lyra, no es lo que parece —balbuceó él, mientras buscaba el resto de su ropa.
—¿No es lo que parece? —repitió ella, temblando—. ¿Qué quieres decir? ¡Te estás acostando con mi hermana!
Nadia quiso hablar, pero Lyra alzó una mano, temblorosa.
—¡Tú te callas!
No quería escucharla. No podía.
Toda la sangre se le había ido del rostro; apenas podía sostenerse en pie.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó con la voz rota—. ¿Desde cuándo?
Ethan no respondió. Eso bastó.
La respuesta estaba en su silencio.
Lyra dio un paso atrás, lo miró con decepción. Sintió una náusea profunda. Después se dio vuelta y corrió hacia la puerta, sin mirar atrás.
Salió del edificio. La noche la envolvió con su aire frío. Se arropó con sus propios brazos y caminó por las calles nocturnas, sin rumbo.
Comenzó a llover, como si el cielo estuviera sintiendo el dolor de su alma. Las lágrimas le caían sin control, mezclándose con las gotas de lluvia.
Su cuerpo temblaba, pero en el fondo, en el lugar donde antes solo había vacío, algo ardía con una fuerza distinta: una vida. Una diminuta presencia, un pequeño que nacería sin un hogar, sin un padre responsable y presente.
Ella no tenía idea de qué ese niño no le pertenecía a Ethan, sino a otro.
Y aunque Lyra aún no lo sabía, el hijo que llevaba en su vientre pertenecía al Alfa de la manada Luna de plata.
El viento sopló fuerte, y por un instante, creyó oír un aullido lejano, un llamado que erizó su piel. Jamás lo había sentido. Se detuvo. Miró el cielo cubierto de nubes, el brillo pálido de la luna asomando entre ellas, mientras observaba, una certeza, sin explicación alguna, le atravesó el pecho:
«No estás sola »