Lyra permaneció unos segundos frente al edificio, con las llaves del apartamento temblandole en la mano.
No había gritado. No había hecho una escena. Simplemente había sentido cómo su vida se le derrumbaba frente a sus ojos. Fueron seis años de matrimonio, pero Ethan los echó por la borda, aunque Lyra no sabía que le hacía sentir peor, si la traición de Ethan, o que esa otra mujer fuera su propia hermana.
Ethan ni siquiera tuvo la decencia de mirarla a los ojos mientras Celeste, con una mano sobre el vientre y una sonrisa casi victoriosa, decía que estaba embarazada. Las maletas ya estaban junto a la puerta, como si hubiesen ensayado aquella traición.
El portero, un hombre mayor que la había visto entrar y salir tantas veces, se acercó con cautela.
—¿La ayudo, señora Lyra?
Ella asintió, sin voz. Su garganta era un nudo a punto de desatarse en lágrimas.
Él tomó las maletas y las colocó en el maletero del auto con un suspiro compasivo.
—Cuídese mucho —le dijo, bajando la mirada.
Lyra se subió al coche y cerró la puerta. El sonido seco del cierre resonó como un punto final. Encendió el motor, pero no sabía hacia dónde ir. La ciudad se extendía ante ella como un laberinto desconocido. Condujo sin rumbo, con los ojos nublados, mientras el cielo comenzaba a tornarse gris.
Cuando por fin salió del perímetro urbano, la carretera se volvió solitaria. El viento movía las ramas de los árboles y la radio susurraba una melodía triste que apenas escuchaba.
Apretó el volante con fuerza, conteniendo un sollozo, pero no pudo más. Detuvo el coche en la cuneta, apagó el motor y apoyó la frente contra el volante.
Ahora estaba sola y lejos de las miradas de Hethanny Celeste, entonces lloró derramando su alma cargada de dolor.
—¿Por qué? ¿Por qué si luché tanto por los dos.
Lloró como si quisiera vaciarse por dentro, como si cada lágrima fuera un trozo del amor que Ethan le había arrancado sin piedad. Lloró por los años, por los sueños, por el hogar que había imaginado.
Llevó una mano temblorosa a su vientre. El contacto fue casi instintivo, como si buscara consuelo en algo que todavía no comprendía del todo.
—Justo ahora… —susurró con un hilo de voz— me he quedado sola y vacía.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—No tengo un hogar… para mi bebé.
Su pecho se contrajo con un sollozo profundo. El eco de sus palabras parecía perderse entre los árboles, pero algo… algo más allá de la distancia las escuchó.
A cientos de kilómetros de allí, en una mansión perdida entre las montañas del norte, Kael Draven se irguió de golpe en su silla.
El aire de la habitación se había vuelto pesado, cargado de una angustia que no era suya. Su respiración era agitada, el corazón le latía con fuerza, y una sensación extraña, desconocida, lo oprimía.
Caminó hasta el ventanal que daba al bosque. La luna se alzaba enorme, plateada, bañando su piel con un brillo frío.
Cerró los ojos y la sintió.
Una presencia. Un latido. Un dolor que no pertenecía a él, pero que se filtraba hasta su alma como un susurro lejano.
“Justo ahora me he quedado sola.”
La voz resonó en su mente, femenina, herida, tan real que lo obligó a abrir los ojos.
Kael apretó los puños.
—No… —murmuró con un tono ronco, casi un gruñido—. No otra vez.
El vínculo. Ese maldito lazo que la luna había decidido imponerle.
Desde que perdió a su compañera, había jurado que no volvería a sentirlo. Que nunca más permitiría que el destino jugara con él.
Se volvió, con los colmillos apenas asomando entre los labios.
—No la aceptaré —gruñó, su voz resonando en la soledad de la habitación—. No necesito otra marca. No necesito otro corazón.
Pero aunque intentara negarlo, la conexión seguía allí. Vibrante. Viva.
El dolor de aquella desconocida seguía latiendo dentro de su pecho, reclamando algo que él no quería entregar.
Apretó los dientes y se llevó una mano al corazón.
—¿Quién eres? —susurró entre rabia y desconcierto.
A lo lejos, el aullido de un lobo se elevó en la noche, respondiendo al llamado invisible que unía dos destinos condenados a encontrarse.
***
Lyra por fin logró calmarse un poco, levantó la cabeza, se secó el rostro con el dorso de la mano y volvió a encender el motor. No podía quedarse ahí. No podía desaparecer de inmediato, aunque era eso lo que deseaba. Había una casa, unos padres que merecían saber la verdad. Decidió ir con ellos y explicarles todo.
Llamó a una agencia de viajes y compró un vuelo a la ciudad nevada del norte, allí había usado sus estudios universitarios, por lo tanto tenía muchas amistades que vivían en dicha ciudad, allí sería más fácil de hacer su vida, incluso podría conseguir empleo en su área, Lyra era diseñadora de interiores.
También llamó a su abogado y le dijo que se hiciera cargo de los trámites del divorcio y de la venta del apartamento.
***
Las puertas de hierro del palacio del alfa se abrieron con un chirrido profundo que resonó por todo el corredor principal. Una hilera de vehículos negros se deslizó por el camino empedrado hasta detenerse frente al pórtico dorado.
Del automóvil central descendió la Reina de la Manada, madre del Alfa Kael, Lyzzandra Draven. Del otro lado del auto bajó su sobrino Uriel, amigo de Kael.
Él porte de la reina era majestuoso y frío, como si el mismo viento de las montañas se inclinara a su paso. Vestía un abrigo largo de piel blanca y un velo negro cubría parte de su cabello plateado. En su mirada, dura pero llena de sabiduría, se adivinaban siglos de linaje y decisiones pesadas.
Iriel, el administrador del palacio se adelantó con una reverencia profunda.
—Su Majestad, es un honor tenerla de regreso en el palacio —dijo, sin levantar la vista.
—No hace falta tanto protocolo, Iriel —respondió ella con voz grave, pausada, pero cargada de autoridad—. Quiero ir al harén. He estado lejos demasiado tiempo, me siento exhausta.
Iriel inclinó la cabeza nuevamente y la condujo por los pasillos perfumados de incienso y madera quemada. Cada paso de la Reina resonaba con eco, marcando el ritmo de su regreso. El aire se llenó de murmullos. Las mujeres del palacio —sirvientas, concubinas, y también eunucos— inclinaron sus cabezas al verla cruzar el umbral del harén real.
El lugar, amplio y silencioso, estaba cubierto de tapices color carmesí y lámparas de aceite que destellaban como estrellas atrapadas. El aroma de especias y flores secas impregnaba el aire. Cuando la Reina entró, todas las mujeres inclinaron la cabeza hasta que ella hizo un leve gesto con la mano para que se incorporaran.
La primera en acercarse fue Libeyka, la concubina favorita del Alfa, y también la protegida más querida de la Reina.
Libeyka llevaba un vestido de seda color marfil y una joya azul en la frente que reflejaba la luz. Su belleza era refinada, casi etérea, pero su sonrisa tembló un instante bajó la mirada implacable de su soberana.
—Majestad —dijo, arrodillándose con elegancia y tocando el suelo con la frente—. El palacio resplandece nuevamente con su presencia.
La Reina la observó con esa serenidad que era más temible que cualquier ira.
—Ponte de pie, hija. —Su tono, aunque suave, era una orden. Libeyka obedeció, sin atreverse a sostenerle la mirada.
—Dime —continuó la Reina, avanzando entre los cojines y los biombos dorados—, ¿por qué no estás con mi hijo? Es jueves, y tú sabes bien lo que eso significa.
El aire se tensó. Varias concubinas bajaron la vista. Los eunucos intercambiaron miradas nerviosas. Libeyka tragó saliva, notando cómo el perfume del incienso se le volvía denso, casi asfixiante.
—El alfa… no me mandó llamar, Su Majestad. —Su voz tembló apenas—. Desde hace días… lo noto alterado. Se encierra en su despacho, no come bien. Dice poco. Parece… distraído.
La Reina giró lentamente hacia ella, sus ojos ámbar brillando con un fulgor contenido.
—¿Distraído? —repitió con calma peligrosa—. ¿Y tú no has intentado averiguar qué lo perturba?
Libeyka bajó la cabeza.
—He intentado complacerlo, pero no me permite acercarme. Ni siquiera me ha mirado desde su regreso del consejo del norte.
Un silencio pesado cayó sobre el harén. La Reina se acercó un paso más, tan cerca que Libeyka pudo sentir su perfume: una mezcla de sándalo y luna.
—Kael no es un hombre que se altere por caprichos o política.
Se volvió hacia Iriel, que esperaba a una distancia prudente.
—Manda preparar mis aposentos —ordenó sin mirarlo—. Y dile al Alfa que su madre ha vuelto, que esta noche vamos a reunirnos, necesito saber qué está pasando.
El administrador asintió con rapidez y desapareció entre los pasillos.
La Reina se quedó inmóvil, observando el fuego danzar en el pebetero central. El murmullo de las concubinas volvió a llenar el aire, como un rezo silencioso.
La música y las danzas comenzaron, Libeyka había organizado una fiesta de bienvenida.
Durante la velada, Libeyka le habló a la reina.
—Creo que la distracción de Kael tiene que ver con la concubina que eligió.
—¿Qué concubina?
Su majestad, el alfa decidió embarazar a una concubina que no pertenece al harén, la tiene encerrada en otro palacio, ni siquiera la conoce. —La reina estaba sorprendida y a la vez enojada.
—¿Por qué hizo eso? tú deberías ser la madre de sus cachorros. No debiste permitirlo.
—Intenté convencerlo, pero no quiso, ya conoces a tu hijo.
—¿Quién demonios es esa concubina? Quién le buscó a esa concubina.
—El ministro Riven
—Draven me va a oír, y también Kael. Mis nietos deben tener sangre sagrada, tú debes ser la madre, no cualquier plebeya, para eso te traje, eres descendiente de generales y alfas guerreros.
***
Editado: 27.10.2025