El amanecer apenas despuntaba cuando Lyra bajó las escaleras cargando una pequeña maleta, las otras más grandes ya estaban dispuestas en la sala. En la cocina, el aroma a café recién hecho y pan tostado no lograba disimular la tristeza que flotaba en el aire. Sus padres ya la esperaban en la mesa.
Su madre le sonrió, pero la sonrisa era frágil, temblorosa.
—Desayuna algo antes de irte, hija —dijo con voz dulce, aunque los ojos le brillaban húmedos.
Su padre se limitó a asentir, escondiendo la emoción tras el periódico, pero la hoja temblaba entre sus manos. Lyra se sentó con ellos. Comió apenas unos bocados, sin hambre, mirando a través de la ventana el cielo gris que se abría paso sobre la ciudad.
El silencio se volvió pesado, hasta que su madre no resistió más.
—No debiste pasar por esto, mi niña… —susurró. —Lyra levantó la mirada.
—Lo superaré, mamá —dijo con serenidad.
El padre suspiró.
—Nunca imaginé que tu hermana… —se interrumpió, bajando la vista—. Ella era tan distinta cuando era niña.
Lyra intentó sonreír, pero el gesto se quebró antes de formarse.
—Las personas cambian, papá. O tal vez… sólo muestran lo que siempre fueron cuando ya no pueden fingir.
Más tarde estaban en la sala compartiendo los últimos minutos juntos. De pronto el claxon del taxi sonó afuera.
Su madre se levantó enseguida, nerviosa.
—Ya está aquí —dijo con un nudo en la garganta.
Lyra se puso de pie. Los tres se abrazaron fuerte, tan fuerte que por un momento ella quiso quedarse.
Pero sabía que si lo hacía, no habría manera de volver a empezar, sobre todo porque quería ocultar su embarazo.
—Cuídate, hija —le dijo su padre, con la voz quebrada—. Y no te preocupes por nada más. Aquí estaremos.
Lyra asintió y, entre lágrimas, los besó a ambos en las mejillas.
Cuando subió al taxi, el conductor la miró por el espejo retrovisor.
—¿Cuál es su destino?
Esa palabra, “destino” impactó a Lyra dentro de su ser.
—No sé cuál es mi destino. —pensó en voz alta.
—Disculpe señora, no comprendo.
—Eh, perdón, llévame al aeropuerto nacional.
El vehículo arrancó, dejando atrás la casa de sus padres, y el ruido del pasado que aún dolía.
Pensó en Ethan.
En su sonrisa cuando aún era el hombre que la amaba. Pensó en cómo sus promesas fueron desvaneciéndose hasta volverse rutina. En las noches vacías, en las excusas, en el perfume ajeno que un día descubrió en su abrigo.
"Me mintió",
Pensó.
"No estaba trabajando hasta tarde y luchando por nuestros sueños. Seguramente estaba quedándose con ella en la oficina, mientras yo esperaba su cariño, sin dormir. Mi esposo y mi hermana se rieron de mí a mis espaldas."
El taxi tomó la autopista. El paisaje se abría ante ella como una página en blanco.
"No sé si algún día podré perdonar. Lo único que sé es que jamás volveré con Ethan. Seguiré sola… después de haberlo dejado todo por él: mi trabajo como arquitecta, mi carrera, mis sueños. Pero ahora tengo que seguir. Tendré que rehacer mi vida… por este bebé."
Lentamente, puso la mano sobre su vientre. Un gesto pequeño, pero lleno de promesas. Su respiración se suavizó y en el fondo de su pecho, sin saber por qué, sintió un pulso cálido… un latido ajeno, distinto al suyo.
El taxi siguió su camino, Lyra cerró los ojos, sin imaginar que en otro extremo del reino, el alfa Kael Draven soñaba con una mujer desconocida de ojos tristes y aroma a lluvia, a madera de roble y cerezas de un mundo mágico.
Una conexión invisible comenzaba a tejerse entre ambos, bajo la mirada silenciosa de la diosa Luna.
***
El comedor real brillaba bajo la luz de los candelabros de oro con cuentas de cristal. El aroma a pan de centeno recién horneado y té de pétalos de silvana, no lograba suavizar la tensión que se respiraba en el aire.
Los sirvientes se movían con pasos contenidos, temerosos de hacer ruido, mientras la familia real ocupaba su lugar en la larga mesa de mármol negro.
Kael Draven estaba sentado en el extremo principal, con el rostro severo y la mirada fija en el diario electrónico que flotaba sobre la mesa.
Las noticias se reproducían en silencio, pero los titulares eran imposibles de ignorar:
"Escándalo en la clínica real: el alfa del Reino del Norte víctima de un error médico"
"¿Quién es la misteriosa mujer que lleva ahora la semilla del alfa?"
Cada palabra era una daga de vergüenza para Lizzandra.
La reina bebía té con movimientos elegantes, pero su gesto rígido delataba su furia contenida.
Frente a ella, Libeyka —con su cabello rubio trenzado con cintas doradas y un vestido de seda blanca— sonreía apenas, jugando con su copa de jugo.
La luz del sol se reflejaba en su piel como si el mundo entero existiera para iluminarla.
A la derecha del alfa, River, su ministro y mano derecha, permanecía atento, observando el ambiente con precaución. Y más allá, varios miembros de la corte comían en silencio, fingiendo interés por sus platos, aunque todos querían descubrir quién era la misteriosa mujer y también se preguntaban, cuál sería la resolución de ese asunto.
—No puedo creer que estemos desayunando mientras el reino entero se burla de nosotros —rompió el silencio la Reina, con voz tensa—. ¡Se burlan de ti.
Kael golpeó suavemente la mesa. Una equivocación de ese calibre es inaceptable para un Draven.
Kael levantó la vista, su voz, grave, resonó con autoridad.
—Ya he ordenado arrestar a los responsables. No habrá impunidad.
—¿Y eso borrará las burlas, las sospechas? —replicó la Reina—. Has expuesto a la familia real al escarnio. ¡A ti, a mí, a tu difunto padre!
River intervino con cautela, buscando calmar las aguas.
—Su Majestad el alfa ha actuado conforme a la ley del Consejo. La investigación será pública, y la prensa dejará de presionar una vez se tomen las medidas disciplinarias.
—¿Pública? —la Reina arqueó una ceja—. ¡Ya es pública, River! ¡Todo el mundo habla de la humana que lleva dentro de sí al heredero de Kael Draven!
El silencio se hizo más denso. Los cubiertos dejaron de moverse.
Libeyka fingió una expresión compasiva e inclinó su rostro. Lizzandra agregó:
—Quizás esto no habría sucedido si el alfa hubiese aceptado el consejo, Libeyka fue criada para servir a la corona. Su sangre proviene de guerreros de la Casa Valren. Sus hijos nacerían con fuerza y pureza. Pero en cambio, decidiste recurrir a métodos de laboratorio como si fueras un plebeyo desesperado por un heredero.
Kael dejó el tenedor sobre el plato, con un leve chasquido. Su mirada se alzó, fría, cortante.
—Mis decisiones no son asunto de discusión en un desayuno.
—¡Son asunto del reino! —replicó Lizzandra, alzando apenas la voz—. La fertilización debía realizarse con una loba escogida por la corona. No con una desconocida de sangre dudosa, lo que terminó con una humana.
Kael apretó los puños bajo la mesa.
—La clínica debía garantizar anonimato y seguridad. No fue el método el que falló, madre. Fueron los hombres.
—No, Kael. —La Reina se inclinó hacia él, con la mirada centelleante—. Fallaste tú al confiar en la ciencia antes que en la Luna.
Su voz bajó, casi en un murmullo—. Te advertí que no desafiaras la tradición. Que no jugaras a ser un dios.
Libeyka observó la escena con un deleite contenido.
Su voz se alzó suave, empapada de falsa ternura.
—El alfa sólo buscaba proteger el legado de su casa. Pero… quizás la Luna decidió por él. Tal vez… ella eligió otra madre para su cachorro.
La Reina frunció el ceño ante esa insinuación. Kael giró el rostro hacia Libeyka, con una mirada tan intensa que ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Cuida tus palabras, Libeyka.
Su voz fue baja, pero cargada de poder.
—No hables de lo que no entiendes.
Ella bajó la vista, aunque la sonrisa no desapareció de sus labios.
Kael se puso de pie.
—He escuchado suficiente.
La silla raspó el suelo de mármol con un sonido seco.
El silencio que siguió fue total.
—River —ordenó, sin mirar atrás—. Quiero un informe acerca de esa mujer. Que nadie, absolutamente nadie, se atreva a pronunciar su nombre hasta que yo lo autorice.
—Sí, Majestad —respondió el ministro, inclinando la cabeza.
Kael se retiró del comedor.
Mientras cruzaba los pasillos del palacio, el eco de las voces lo perseguía.
Pero lo que más resonaba en su mente era una sensación inquietante, una fuerza invisible que lo llamaba desde algún lugar.
No sabía su nombre.
No conocía su rostro.
Pero su alma la buscaba… como si la hubiera amado en otra vida.
Libeyka entró a sus aposentos. Las llamas del brasero proyectaban sombras doradas sobre los tapices antiguos y el perfume a incienso místico flotaba en el ambiente.
La reina ya la esperaba allí, recostada en el diván de terciopelo.
—Majestad —dijo, inclinándose ante ella—. ¿Me dijo el administrador que usted solicitó mi presencia?
—Cada rincón del palacio murmura... Hablan de la humana —Pronunció la palabra con repulsión, como si escupiera veneno—. Una cualquiera carga con la sangre de mi hijo.
Libeyka bajó la mirada, aunque una sonrisa sombría asomó en sus labios.
—Dicen que fue un error médico... Pero los errores no suceden sin un propósito, Majestad.
—Exactamente. —La reina caminó hacia el espejo, observando su propio reflejo endurecido por los años y la soberbia—. En este reino nada ocurre por azar. Si esa mujer fue elegida por “accidente”, quiero saber quién movió las piezas. Y quiero que desaparezca antes de que dé a luz.
Libeyka se incorporó con gracia felina, acercándose a la reina.
—¿Y si Kael la protege? Usted sabe cómo es... obstinado. Si cree que la humana está en peligro, podría rebelarse en su contra.
La reina giró bruscamente.
—Kael no siente nada. No desde que su esposa murió. —Su tono se quebró un instante, pero volvió a endurecerse enseguida—. Y no permitiré que un capricho del destino manche la pureza de nuestra sangre.
Libeyka se acercó un paso más, la voz sedosa:
—Permítame ocupar mi lugar, Majestad. Usted sabe que siempre he estado dispuesta. Puedo ser la madre del heredero legítimo. Todo el harén me teme, los nobles me respetan y Kael, aunque no lo diga, me desea, me lo ha demostrado las veces que he estado en su lecho.
—Pero no has logrado hacer que su semilla caiga en ti.
—Él no me deja, jamás ha llegado al clímax de un varón, lo he intentado hasta desmayarme.
La reina la observó en silencio unos segundos, después se acercó a la mesa y tomó una pequeña cajita de madera tallada. Dentro, un sello real marcaba un sobre sellado con cera roja.
—El ministro River tiene acceso a los registros de la clínica. Necesitamos el nombre de esa mujer, su dirección, todo. Y una vez sepamos quién es... —la reina cerró el sobre con un golpe seco—, que no quede rastro.
Libeyka tomó la caja, acariciando la madera con los dedos.
—¿Desea que lo parezca... un accidente?
—Deseo que no parezca nada, como si jamás hubiera existido.
Los ojos de la reina brillaron con un fuego destructor.
El silencio cayó como un presagio. Afuera, el viento azotaba los ventanales del palacio, y el ulular de los lobos se escuchó en la distancia, como si la montaña misma hubiera escuchado la conspiración.
Libeyka sonrió, una sonrisa lenta y venenosa.
—Entonces, Majestad... el juego ha comenzado.
Editado: 25.10.2025