En la mañana, Kael estaba de pie frente a una pantalla digital holográfica, revisando mapas de expansión territorial. Llevaba las mangas de la camisa arremangadas, los músculos tensos como si hubiese pasado la noche luchando contra sus propios pensamientos.
Golpe discreto en la puerta.
—Adelante —ordenó sin voltear.
Raven entró con una carpeta en mano. A pesar de lucir impecable, sus ojeras delataban que tampoco había dormido.
—Buenos días, Alfa. —dijo inclinando su cabeza.
Kael asintió sin apartar la vista de los mapas.
—Informes.
Raven se acercó, dejó la carpeta sobre la mesa. Sus dedos se movieron con precisión.
—Movimientos sospechosos en el sector Este, pero ya tomé medidas preventivas. También actualicé el protocolo de escolta para tu viaje del lunes.
Kael pasó las páginas sin mucha atención. Su mente estaba en otro lugar.
Raven lo notó.
Se aclaró la garganta.
—Kael… ¿estás seguro de que quieres hacer este viaje?
—Sí —respondió él, casi sin respirar—. Quiero ver cómo se está desarrollando el proyecto de viviendas populares.
Raven lo observó por unos segundos, luego dio un paso más cerca.
—Entiendo que necesites verificar personalmente lo ocurrido. —Su tono era neutral, pero sus palabras, calculadas—. Pero… hay algo más que deberías considerar.
Kael levantó la mirada.
—Habla.
Raven mantuvo la postura tranquila, aunque por dentro se sentía como si caminara sobre hielo fino.
—¿Haz pensado en las consecuencias que nos esperan cuando en la corte todos conozcan que tendrás un heredero que es… mitad humano?
Kael no mostró expresión alguna. Solo apretó los dedos contra el borde de la mesa. Raven fingió revisar la carpeta, para suavizar la tensión pero continuó:
—El Consejo ya está dividido con respecto a tu liderazgo. Hay tíos tuyos que se sentirán con más derecho al trono porque sus hijos tienen sangre pura.
Kael lo fulminó con la mirada.
Raven levantó las manos en un gesto de calma.
—No estoy diciendo que yo piense eso. —Su voz bajó un tono— Pero ellos sí.
Raven caminó rodeando el escritorio, como si necesitara estar más cerca para que Kael escuchara realmente.
—Un cachorro con sangre humana… podría ser motivo para que el Consejo te dé la espalda.
Kael desvió la mirada hacia la ventana, la mandíbula tensa.
—Mi legitimidad no depende de un cachorro.
—No, depende de lo que la manada crea. —Raven sostuvo su mirada, firme— Y las manadas siguen la fuerza, la tradición… y la sangre.
Kael respiró hondo, pero su silencio decía más que un estallido de furia.
Raven se acercó un paso más, su voz reducida a un murmullo:
—Kael, si ese cachorro realmente existe, lo mejor sería… ocultarlo.
Un músculo en la mandíbula del alfa se contrajo.
—¿Ocultarlo?
—Por su seguridad —mintió a medias, porque también pensaba en la de Kael—. Y por la tuya.
Raven dejó la carpeta abierta frente a él. Entre los papeles, había un documento con el sello del Consejo. Una propuesta: discutir la sucesión.
Kael la miró como si fuera una amenaza invisible.
—No pueden destituirme.
—Si creen que estás debilitado, sí pueden —susurró Raven—. Y si ese bebé humano aparece… lo interpretarán como debilidad.
Kael se quedó quieto. Demasiado quieto.
Raven remató, suave, letal:
—Tú tenías un plan, Kael. Hijos legítimos. Con una de tus concubinas. Herederos fuertes. Nadie discutiría tu liderazgo. Todavía puedes hacerlo. Sólo mantén oculto a ese cachorro y a su madre, como si no existieran.
El aire entre ellos se volvió denso.
Kael bajó la mirada hacia el documento.
Luego lo cerró de golpe.
—Nadie decide sobre mi linaje. Ni el Consejo. Ni mis tíos. Ni tú.
Raven bajó la cabeza, como corresponde a un beta leal.
—Por supuesto.
Pero cuando se giró para irse, un pensamiento lo atravesó como una daga:
Raven caminó hacia la puerta en silencio.
Kael lo observó de espaldas.
Cuando Raven salió, Kael apoyó las manos en el borde del escritorio y exhaló hondo, casi con dolor.
—¿Qué demonios está pasando?
El salón de los aposentos la reina, olía a incienso y a cera perfumada. En el centro, sobre un diván bajo, la Reina reclinaba su figura con la elegancia serena de quien ha aprendido a gobernar con la paciencia del depredador.
Libeyka entró sin avisar, con el vestido recogido apenas en la cintura y los ojos encendidos por la victoria contenida. Llevaba aún el resto del rechazo de Kael pegado a la piel, como una espina, pero ahora su paso era decidido, calculado.
—Majestad —saludó con la reverencia perfecta, y alzó la vista con esa sonrisa que mezcla sumisión y filo—. Necesito su consejo… y su permiso.
La Reina apoyó los dedos en el respaldo del diván y la miró con interés cultivado.
—Habla, Libeyka. Tu voz siempre trae novedades.
Libeyka se acercó un poco más, como si entregara un secreto de cámara.
—Quiero que me de permiso para traer a la Vientre de Luna al palacio, eso facilitará muchas cosas. No me equivoco al decir que su estancia en la mansión Luna Baja, aislada, la hace peligrosa.
La Reina entrecerró los ojos, curiosa.
—¿Qué propones?
Libeyka inhaló, midiendo cada palabra.
—Organizaremos una fiesta en honor a la Vientre de Luna. Una ceremonia con las concubinas, con música, banquete y regalos. Sutil, sin ostentación que alerte a los de fuera. Invitaremos a la humana con la excusa de que el palacio quiere honrar la buena voluntad de la diosa. La traeremos a vivir al harem por un tiempo. Ella creerá que es por protección, por cortesía, pero así podría hacer que pierda a ese cachorro.
La Reina sonrió, un centelleo que no prometía bondad.
—Suena como un buen plan. Tengo que convencer a Kael, estoy casi segura que se opondrá.
—Usted podrá convencerlo. Una mujer del Alfa, sola en una de sus mansiones, lejos de la protección de la reina, es una figura incómoda; provoca rumores, despierta curiosidad. En el harén, en cambio, está “protegida” por la reina.
—Claro. Así podremos apartarla, exponerla a pequeñas humillaciones, rumores inocentes, compromisos sociales que desgasten su temple. Nada directo. Nada que deje huellas. El desgaste hará el resto.
La Reina posó una copa de cristal entre sus manos y consideró el plan como quien contempla un tablero que le pertenece.
—Si logramos que el Alfa apruebe, será un movimiento maestro. Traerla dentro de los muros cambiará la dinámica. ¿Estás segura de poder manejarlo sin que parezca un ataque?
—Absolutamente —afirmó Libeyka sin vacilar—. Mi método es invisible: celos sembrados, alianzas fingidas entre concubinas, favores condicionados. Dejaré que la jauría haga el trabajo. Después, si hay necesidad, algún “accidente” que se disimule como mala salud o un malestar repentino.
La Reina dejó escapar una risita corta, satisfecha.
—Perfecto. Autorizo la fiesta. Pero debes asegurarte de que todo parezca natural. No quiero rumores que lleguen al Consejo antes de tiempo. Convenceré a mi hijo.
Libeyka inclinó la cabeza en una reverencia casi teatral.
—Con su permiso, Majestad, nada llegará fuera de aquí sin que nosotros lo controlemos.
MANSIÓN LUNA BAJA
En una inmensa sala de baño, el vapor envolvía el ambiente con un aroma dulce, mezcla de lavanda y pétalos de rosa flotando sobre el agua. El jacuzzi era amplio, circular, hecho de mármol negro. Las luces tenues reflejaban destellos violetas en la superficie—un lujo reservado solo para la familia del Alfa y políticos importantes.
Celeste hundió sus brazos en el agua y exhaló un suspiro satisfecho.
—Así debería haber sido mi vida desde siempre —murmuró, dejando caer la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados.
Pequeñas flores se deslizaron por su clavícula, perdiéndose entre las burbujas. Su cabello castaño claro flotaba como seda. Había aprendido a posar incluso cuando nadie la veía.
De pronto una puerta al fondo de la sala se abrió delicadamente.
Entró una sirvienta, joven, cabello recogido, postura rígida.
—Mi señora, disculpe la interrupción.
—Más te vale —fue la respuesta de Celeste.
La sirvienta inclinó la cabeza con respeto humillado.
Detrás de ella, dos mujeres empujaban un carro ropero lleno de prendas colgadas, cajas doradas con otras prendas más pequeñas, joyas, perfumes y zapatos.
Los vestidos brillaban incluso desde lejos: gasas, bordados en hilo de plata, telas que parecían líquidas.
La sirvienta se acercó a Celeste.
—Han llegado los atuendos de la boutique del palacio —anunció con voz suave—. La reina autorizó que elija lo que desee usar en la fiesta de presentación. Dicen que algunas piezas fueron confeccionadas exclusivamente para usted durante la noche, señora Vientre de Luna.
Celeste abrió los ojos lentamente.
Ese título le sabía a victoria.
Se incorporó dentro del jacuzzi, dejando que el agua resbalara por su piel blanca. Lo hacía a propósito: cada movimiento calculado, cada gesto para parecer más etérea… más digna.
La sirvienta extendió una bata de baño de fino algodón, bordada con hilos color oro en el pecho. Celeste permitió que se la colocara, sin hacer el menor esfuerzo por ayudarse.
—No aprietes tanto —ordenó—. No quiero arrugas en el cuello.
La sirvienta se apresuró a ajustarla con más delicadeza.
Celeste salió del jacuzzi con pasos despaciosos, disfrutando cómo todos la observaban. La sala estaba llena de silencios atentos.
Ella se dirigió a la habitación, las asistentes la siguieron con los carros roperos.
Celeste agarró una fruta y se recostó en el diván.
—Estoy lista para ver qué me envió la reina.
Frente a los carros ropero, una de las asistentes de la boutique empezó a exhibir los vestidos uno por uno, como si Celeste fuera una reina real.
—Este es el más pedido por las concubinas de alto rango, pero pertenece exclusivamente a usted —explicó la mujer, mostrando un vestido color perla, ceñido al cuerpo, con detalles en pedrería lunar.
Celeste sonrió de lado.
—Pertenecen a mí porque soy la Vientre de Luna. —Tocó las telas con la punta de los dedos.
—Mi señora —interrumpió con cautela la sirvienta—, la reina quiere entrenarla en persona, ordenó que mañana vaya con ella. La reina desea asegurarse de que usted luzca y sea perfecta ante los lobos del consejo.
Celeste se puso de pie y se observó en el espejo cercano.
Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer bañada en lujos que nunca había tenido.
—Pues que la reina siga ordenando —dijo con una sonrisa venenosa—. Yo brillaré como ninguna otra.
Se dio vuelta hacia la sirvienta y añadió:
—Asegúrate de que no falte nada en mis aposentos. Ni flores, ni frutas, ni… atención.
—Sí, mi señora.
Celeste tomó el vestido perla entre sus manos, lo acercó a su rostro, aspirando el perfume de la tela fina.
—Quiero el mejor perfume —añadió—. Quiero oler, como una reina.
Las mujeres asintieron, obedientes.
Celeste se miró una vez más en el espejo.
Un brillo ambicioso encendió sus ojos y pensó dentro de sí:
“Lyra nunca supo aprovechar las oportunidades. Pero yo… yo nací para esto.”
Editado: 24.11.2025