La madre de mi cachorro es una... ¿humana?

20 Museo histórico

El avión de uso comercial descendió suavemente sobre la pista del aeropuerto de Ciudad del Norte. Eran las dos de la tarde.

La escotilla se abrió.

Ethan Ellis bajó los peldaños con una mano en el barandal de metal. Su postura era erguida, arrogante, como quien está acostumbrado a que el mundo le obedezca. Ajustó la chaqueta entallada de su traje oscuro, pasó una mano por su cabello perfectamente peinado y avanzó sin mirar atrás.

Un empleado lo recibió, tomó su maleta y lo guió hacia una camioneta de lujo que lo esperaba.

El vehículo lo dejó frente al Hotel Grand Imperial, uno de los más lujosos de la ciudad. Mármol negro, columnas de cristal, lámparas colgantes como cascadas de luz. El botones tomó su equipaje y lo acompañó hasta la suite reservada a su nombre.

—La suite Ámbar, señor. Piso 28 —dijo el botones antes de retirarse con una leve inclinación.

La puerta se cerró. Ethan se quedó solo.

El silencio lo envolvió.

Miró el amplio espacio: sofá de terciopelo gris, una pared entera de ventanales dejando ver la ciudad iluminada bajo una lluvia ligera, el minibar repleto de bebidas importadas. El lujo no lo impresionó. No estaba ahí para disfrutarlo.

Sacó su celular del bolsillo de la chaqueta y marcó.

Celeste estaba recostada en una tumbona junto a la piscina interior climatizada de la mansión. Elegante, insolente. Su piel brillaba con aceite bronceador y su cabello caía sobre un hombro. Llevaba un sombrero de ala ancha, gafas oscuras y un cóctel sin alcohol en la mano.

Un sirviente esperaba a dos metros, atento a cualquier indicación.

El teléfono vibró sobre la mesita.

Ella sonrió.

—Ethan —respondió con voz dulce, como si estuviera acariciando el nombre.

—¿Ya estás en el hotel, querido?

La voz de él sonó baja, tensa.

—Sí, llegué hace cinco minutos.

—¿Te gusta? —preguntó mientras se estiraba sobre la tumbona, consciente de que los sirvientes la miraban como si fuera una reina.

—Está bien —respondió Ethan sin entusiasmo.

No estaba pensando en lujo. Estaba pensando en éxito… y en la maldad que le haría a Lyra.

Celeste dio un sorbo lento al cóctel.

—¿Ves los lujos que podremos disfrutar cuando tengamos ese cachorro en nuestras manos? —susurró con un tono venenoso y encantado por su propia fantasía.

Ethan apretó la mandíbula.

—Solo si todo sale bien.

Celeste frunció el ceño, fastidiada por la falta de emoción en su voz.

—Por supuesto que saldrá bien.

Ethan caminó hacia la ventana de la suite, observando la ciudad desde lo alto. El reflejo de su propio rostro en el vidrio lo hizo parecer más frío.

—¿Ya le preguntaste a tus padres dónde se está hospedando Lyra?

Celeste levantó la mirada hacia el techo, girando el vaso entre sus dedos.

—Aún no he podido averiguarlo. Papá no quiere hablar conmigo y mamá no me quiere decir dónde está mi hermanita… —su voz se volvió más dulce, pero cargada de veneno—. Pero no te preocupes, averiguaré hoy mismo. Sé cómo convencer a mamá.

Ethan respiró hondo, nervioso.

—Averigua rápido. No quiero que esto se salga de nuestras manos.

Celeste sonrió, una sonrisa afilada, casi cruel.

—Confía en mí, querido. Lo tendremos todo. Ahora te llamo, estoy relajándome en la piscina, más tarde debo ponerme hermosa para mí fiesta en el palacio.

La llamada terminó.

Ella dejó el teléfono sobre la mesa y volvió a recostarse, cerrando los ojos, disfrutando del lujo que no le pertenecía.

Pero la verdadera Vientre de Luna estaba a punto de cruzarse con su propio destino.

EL MUSEO DEL LEGADO

El museo más importante de todo el reino, estaba silencioso, solemne. Sus altos ventanales dejaban entrar la luz fría de la tarde, que se deslizaba sobre vitrinas de vidrio y piezas antiguas que brillaban como un tesoro de otro siglo. Todo olía a historia y a algo más profundo: destino.

Kael caminaba en silencio, con las manos en la espalda, acompañado por el ministro Riven. Ambos llevaban trajes oscuros, contrastando con las paredes blancas y los candelabros encendidos.

Un guía se acercó, pero bastó una mirada del Alfa para que se alejara con una reverencia.

El Alfa no quería interrupciones, los guardaespaldas caminaban como a treinta metros de distancia, atentos a cualquier eventualidad.

—Aquí se conserva lo que quedó de nuestra historia —murmuró.

Se detuvieron frente a una vitrina donde había armas antiguas: espadas, brazaletes reales, coronas con piedras talladas a mano.

Pequeñas fichas describen cada pieza: Manada Luna Azul.

Kael observó una corona de plata con pequeñas incrustaciones de zafiros.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.