Lyra estaba alistándose para el evento. El espejo iluminado reflejaba el rostro y por primera vez en mucho tiempo, ella se veía a sí misma. No como la esposa abandonada ni como la mujer que sostenía una vida rota, sino como una mujer que empezaba a renacer.
Con movimientos lentos, Lyra pasó la brocha por sus mejillas, aplicando un rubor suave. Sus ojos, grandes y expectantes, quedaron delineados con precisión. Después tomó un labial color terracota y lo deslizó sobre sus labios en un gesto casi reverente.
Respiró hondo.
—Solo es una fiesta. —se dijo en voz baja.
Había recogido su cabello en rollos, transformando mechón por mechón en espirales sujetas con horquillas. Luego, levantó el perfume y lo roció en su cuello y clavículas. Una fragancia floral —dulce, fresca, femenina— quedó flotando en el aire.
El vestido turquesa la esperaba sobre la cama. Lyra lo tomó con cuidado, como si tuviera vida propia. Al ponérselo y ajustar los tirantes, la tela se deslizó por su figura abrazándole la cintura. Luego se puso las zapatillas de tacón.
Finalmente, se colocó frente al espejo y soltó los rollos de su cabello. Las ondas cayeron en cascada sobre sus hombros; suaves, brillantes, liberadas. La luz reflejada en el espejo parecía iluminarla desde dentro.
Por primera vez en mucho tiempo… Lyra se sintió viva.
La puerta se abrió.
Alma apareció sosteniendo una pequeña caja de joyería. Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, como si observara una aparición.
—Dioses… —murmuró—. ¡Lyra, te ves hermosa. Radiante. Eres otra persona!
Lyra bajó la mirada con timidez, intentando creer esas palabras.
—Gracias, Alma —respondió.
Alma se aproximó con entusiasmo.
—Hoy vas a ser el centro de atención. Pero aún te falta algo.
Abrió la caja con un gesto ceremonioso. Adentro, un collar con piedras turquesa brillaba como si atrapara luz propia, hipnótico, casi irreal.
Lyra lo miró con admiración. Sin darse cuenta, su mano fue hacia el pequeño dije que colgaba de su cuello: una piedra opaca, sencilla, su amuleto, parte de ella desde que tenía memoria.
—Es precioso —comentó Lyra.
—Un amigo me lo prestó para que lo uses esta noche —dijo Alma, orgullosa.
Lyra acarició su viejo dije.
—Gracias, pero… prefiero usar mi amuleto. Siempre lo llevo conmigo.
Alma frunció el ceño, con una mezcla de paciencia y frustración.
—Lyra, ese dije no te hace justicia. Vamos, solo será por esta noche.
Lyra negó levemente.
—Es un dije de protección. Me lo dieron mis padres.
Alma tomó aire, tratando de no desesperarse.
—Sí, para protegerte de los lobos —dijo con ironía suave—, lobos que no van a hacerte daño.
Lyra apretó los labios.
—Alma…
—No estás aquí para esconderte de miedos que ni entiendes. Dijiste que hoy ibas a dejar atrás todo eso. Esta noche, humanos y licántropos estarán juntos. No necesitas un talismán para sentirte segura.
El silencio pesó entre ambas.
Lyra dudó. Ese dije había estado colgado de su cuello desde su infancia. Sus padres lo habían atado allí, advirtiéndole que jamás se lo quitara.
—No estoy segura. —murmuró.
Alma se acercó y la tomó de las manos.
—Lyra, esta es tu noche. Deja salir a la mujer que llevas escondida desde siempre.
Lyra tragó saliva. Con manos temblorosas, levantó el cordón del dije y se lo quitó por primera vez en toda su vida.
Alma sonrió, triunfante, y le colocó el collar turquesa alrededor del cuello.
—Perfecta —dijo con satisfacción.
Lyra no sabía que ese amuleto en realidad, mantenía a su ser interior, dormido.
***
La camioneta del servicio privado se detuvo frente a la entrada del Hotel Hamilton, un edificio de cristal y acero que brillaba con la luz del atardecer como si estuviera cubierto de estrellas líquidas.
La puerta trasera se abrió y Lyra descendió del vehículo. Alma descendió por el otro lado.
Lyra se sentía grandiosa. El aire frío de Ciudad del Norte le acarició las mejillas, despejándole el pensamiento. Su cabello cayó en una cascada sobre su abrigo beige, y por primera vez en mucho tiempo, caminó con el mentón en alto, sin el peso de un matrimonio roto a cuestas. Había dolor en su historia, sí, pero en ese instante, se sentía libre.
Sus labios tenían un brillo suave y en su mirada residía esa mezcla de vulnerabilidad y determinación que solo tienen las mujeres que empiezan a reconstruirse.
Llevaba consigo, el portafolios de planos que la esposa del jefe le pidió que llevará.
El portero abrió la puerta de cristal, inclinándose.
—Bienvenidas al Hotel Hamilton, señoritas.
Editado: 24.11.2025