La madre de mi cachorro es una... ¿humana?

23

El carruaje que traía a Celeste se detuvo frente a las puertas del Palacio Draven justo antes del anochecer.

Las luces del jardín, alimentadas por magia lunar, danzaban sobre los estanques y los mármoles blancos del camino, formando un reflejo plateado que parecía flotar sobre el suelo.

Celeste bajó despacio, sosteniendo el borde de su vestido perla, bordado en hilos que parecían desprender luz propia. Un séquito de sirvientes la esperaba en la escalinata, inclinándose en una reverencia sincronizada que la hizo sonreír con vanidad contenida.

—Bienvenida al Palacio Draven, señora Vientre de Luna —anunció el maestro de protocolo, con voz solemne.

El título resonó en el aire como una ofrenda. Celeste lo saboreó. Sentía que el universo, al fin, la reconocía.

Los murmullos entre los sirvientes, los ojos curiosos de las doncellas, el perfume a incienso de luna… todo le hacía creer que aquel era su lugar, que había nacido para caminar entre esas columnas imponentes y ser adorada.

Mientras ascendía los últimos peldaños, una figura emergió desde la penumbra del vestíbulo.

Libeyka.

Alta, envuelta en un vestido de seda negra que se deslizaba sobre el suelo como humo. Su cabello caía en ondas que parecían glaciares, y su sonrisa era tan bella como peligrosa.

—Bienvenida, mi señora —dijo con una voz que sonaba dulce, aunque sus ojos brillaban con una satisfacción cruel—. La Reina me pidió que fuera yo quien la recibiera.

Celeste inclinó apenas la cabeza, fingiendo modestia.

—Agradezco su gentileza. —Y añadió con un aire casi inocente—. No esperaba tanta atención.

—Por supuesto que la esperaba —replicó Libeyka con una sonrisa lenta—. El Alfa siempre cuida lo que le pertenece.

El corazón de Celeste dio un vuelco, pero su vanidad lo tradujo en placer.

Creyó escuchar en esas palabras una confirmación de su poder.

No entendió —ni quiso entender— la ironía que la rodeaba.

A su alrededor, los muros respiraban lujo: tapices con emblemas lunares, candelabros de cristal flotante, suelos que reflejaban como espejos. El aire tenía un leve perfume a gardenias y poder.

Celeste avanzó, con la barbilla en alto, mientras sus pasos resonaban como campanas pequeñas. Por un instante, sintió que era una reina.

Libeyka la condujo por un corredor abovedado que parecía no tener fin. A ambos lados, puertas talladas con símbolos antiguos se abrían hacia los aposentos de las concubinas. El eco de sus pasos se mezclaba con murmullos femeninos, risas contenidas, perfumes diferentes que flotaban en el aire como advertencias invisibles.

—Este es el ala de las mujeres del Alfa —explicó Libeyka sin mirar atrás—. Cada habitación guarda una historia… o una ruina.

Celeste frunció el ceño.

—¿Ruina?

—Oh, sí. —Libeyka sonrió, deteniéndose frente a una celosía de hierro forjado—. Aquí, la belleza no garantiza permanencia. Solo la astucia. Las lobas se devoran entre sí cuando el trono del amor está en juego.

Sus palabras quedaron suspendidas como un veneno elegante.

Celeste fingió no oír la amenaza.

Las concubinas comenzaron a asomar discretamente por las puertas entreabiertas. Algunas eran tan hermosas que parecían irreales; otras, maduras y altivas, con collares que indicaban rango. Todas observaban a la recién llegada con una mezcla de desprecio y curiosidad.

Celeste sintió sus miradas como agujas.

Libeyka siguió hablando, con tono casi maternal:

—La Reina ha ordenado que le asignen la suite de las lunas bajas. Es una de las más antiguas. Fue residencia de una hechicera hace siglos. Dicen que aún guarda su energía.

—Qué… halagador —respondió Celeste, intentando mantener la compostura.

—Será un honor vivir ahí, claro. —Libeyka ladeó el rostro, estudiándola—. Aunque el poder antiguo puede ser… volátil, especialmente para quienes no son completamente de este mundo.

Celeste no entendió. O prefirió no entender.

Siguieron avanzando. En una galería cubierta de espejos encantados, los reflejos de Celeste se multiplicaron, devolviéndole cientos de versiones de sí misma. En todas lucía perfecta, brillante, artificialmente divina.

Libeyka se detuvo detrás de ella, susurrando:

—El palacio te mostrará quién eres realmente. A veces lo hace… demasiado pronto.

Celeste se miró una vez más en los espejos, embriagada de su propia imagen. No vio la sombra de Libeyka deslizándose detrás, sonriendo como una serpiente satisfecha.

🐺🐺🐺

La luna negra colgaba sobre las torres del castillo del Norte, derramando un resplandor opaco sobre las murallas ennegrecidas. El viento soplaba entre las columnas de piedra, llevando consigo un murmullo antiguo que parecía salir de las entrañas de la tierra.

En lo más alto del castillo, dentro de una cámara de fuego y sombras, el Rey Oscuro estaba de pie.




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