La madre de mi cachorro es una... ¿humana?

24 Dolor

Kael yacía boca arriba, con la respiración entrecortada, la camisa empapada de sudor y el pecho convulsionando como si algo invisible lo desgarrara desde dentro.

La hebra de luz que lo había unido a Lyra se había disuelto en el aire, pero su energía persistía, chispeando débilmente alrededor de él, como un eco del vínculo que acababa de romperse casi por completo.

Sangre resbalaba por su mejilla —tres líneas finas y rojas—, recuerdo tangible del rechazo de su compañera.

Sus ojos, antes fieros, estaban ahora vacíos, nublados, presos de un dolor que no era físico sino espiritual.

Un gemido seco se escapó de su garganta. El lobo dentro de él se retorcía, aullando sin voz, furioso por haber sido separado de lo que le pertenecía por derecho.

Entonces, pasos apresurados rompieron el silencio. Raven apareció seguido de dos guardias. Su rostro, al ver al Alfa desplomado, palideció.

—¡Kael! —rugió, corriendo hacia él—. ¡Por los dioses, qué demonios ha pasado aquí!

—Lyra —susurró con voz rota, apenas un hilo de sonido—. Mi… compañera.

—¿Quién te atacó?

Los guardias se acercaron con cautela. El aura del Alfa era tan intensa, incluso en su estado debilitado, que el aire temblaba a su alrededor.

Kael intentó levantarse, pero sus piernas no respondieron. Se llevó la mano al corazón, donde el vínculo aún ardía con un calor insoportable.

—No me toquen.

—¡Llamen una ambulancia ahora! —ordenó Raven con voz cortante, dominada por la autoridad y el miedo—. ¡Muévanse!

Uno de los hombres corrió hacia la salida, hablando por el comunicador.

Raven se arrodilló junto a su Alfa, intentando sostenerlo sin invadirlo.

—¿Quién te atacó, Kael? ¿Quién se atrevió? —preguntó con el ceño fruncido, observando las marcas frescas en su rostro.

Kael cerró los ojos con fuerza, como si cada palabra fuera un golpe.

La imagen de Lyra, saltando entre la luz, regresó a su mente. Su aroma aún flotaba en el aire, dulce, indescriptible, rompiéndole el alma.

—No fue… un ataque —murmuró con dificultad—. Fue ella.

—¿Ella? —Raven lo miró sin comprender—. ¿Quién?

Kael apenas alcanzó a responder.

—La loba —susurró con una mezcla de devoción y dolor—. Mi compañera.

Raven intercambió una mirada confundida con los guardias.

Uno de ellos, observó el jardín, buscando señales de otra presencia, sin saber que lo que había ocurrido allí trascendía cualquier comprensión humana o licántropa.

Kael inclinó la cabeza, su respiración se volvió errática. El vínculo, recién nacido y brutalmente desgarrado, lo estaba consumiendo. Su cuerpo temblaba, su espíritu clamaba por ella.

Raven lo sujetó por los hombros, alarmado.

—Kael, aguanta. Ya viene ayuda.

Pero el Alfa no parecía escucharlo.

Su mirada se perdió en el vacío, y entre sus labios temblorosos escapó una última palabra:

—Lyra.

El viento se llevó el nombre con suavidad, como si también llorara por la separación. Kael, vencido, perdió el conocimiento en los brazos de su amigo, mientras una luz tenue —resto del vínculo— se extinguió lentamente sobre su pecho.

🐺🐺🐺

Lyra caminaba tambaleante por la acera, con los pies desnudos y los tacones turquesa colgando de su mano. La noche se había enfriado y el viento le golpeaba el rostro húmedo. Su respiración era irregular, entrecortada, y a cada paso sentía que el corazón se le rompía un poco más.

No sabía cómo había logrado salir del hotel, ni cuánto tiempo llevaba caminando. Solo recordaba la mirada de aquel hombre… de aquel lobo.

Sus ojos, su voz, su presencia…

Nada de eso podía borrarse.

Cuando por fin llegó al edificio donde vivía con Alma, el conserje la observó con asombro, pero ella no le dirigió palabra alguna. Subió los escalones con el cuerpo tiritando, sujetando los tacones como si fueran lo único que la mantenía anclada a la realidad.

Empujó la puerta del apartamento y entró. Todo estaba en silencio, bañado por la luz tenue que se filtraba desde el ventanal. Cerró la puerta con el hombro y se dejó caer contra ella, respirando agitadamente.

Lo primero que hizo fue buscar en el cajón de la cómoda. Sus manos temblaban mientras apartaba perfumes, pañuelos y joyas hasta encontrar lo que buscaba: el dije.

La tomó entre sus dedos como si fuera un pedazo de su alma y se apresuró a quitase el collar de piedras turquesa que llevaba puesto.

—Perdóname, papá… —susurró, con lágrimas contenidas—. No debí quitármelo.

El frío metal del dije rozó su piel y una sensación tibia, casi familiar, se expandió desde su pecho. Por un instante, el temblor en sus manos se detuvo. Pero la calma no duró.

Apenas cerró los ojos, las imágenes regresaron:




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