Las puertas del Gran Salón del harem se abrieron con un estruendo suave y elegante, revelando un espectáculo luminoso: lámparas de cristal de luna pendían desde lo más alto, derramando un brillo blanco y brillante que hacía parecer que el salón entero flotaba bajo un cielo estrellado. Las columnas estaban cubiertas de telas plateadas, y en el centro se extendía un banquete tan abundante que parecía preparado para un rey y mil invitados.
La música comenzó a elevarse: arpas cristalinas, tambores profundos del norte, un coro femenino ensayado para la ocasión. Bailarinas del Reino ejecutaban una danza serpenteante alrededor del salón, dejando estelas de polvo luminoso. El ambiente estaba lleno de risas, aplausos, perfumes florales exquisitos.
Todo era grandioso, opulento, digno de una verdadera ceremonia de honor.
Y sin embargo, Celeste sintió el frío desde el primer paso.
Llevaba un vestido de noche adornado con hilos plateados —el más costoso que pudo elegir del armario que le ofrecieron— y aun así, cuando cruzó la puerta, las miradas se clavaron en ella como agujas heladas.
No eran de admiración.
Tampoco de respeto.
Eran miradas de desaprobación, de burla contenida.
Libeyka fue la primera en acercarse. Sus labios arqueados, su vestimenta impecable, la falsa reverencia que casi parecía un insulto.
—Bienvenida, Vientre de Luna —entonó, enfatizando el título como si fuera una broma interna.
—Gracias —respondió Celeste, obligándose a sonreír.
Libeyka la tomó del brazo con gesto delicado, pero su dedo pulgar presionó su piel con una fuerza que no correspondía a ese aparente recibimiento.
—Espero que disfrutes la fiesta que la reina y yo hemos preparado en tu honor. —Su voz fue suave, demasiado suave—. Es un día que nadie aquí olvidará.
Celeste sintió un escalofrío que intentó ignorar.
Caminaron entre las mesas. Las concubinas conversaban entre sí con viveza, riendo, degustando los postres aromatizados con especias exóticas. Las siervas del harén bailaban y aplaudían al ritmo de los músicos. Había alegría, emoción, parecía un festejo sincero para cualquier observador casual.
Excepto que cada vez que Celeste se acercaba, el ambiente cambiaba: risas que se cortaban, miradas que se desviaban, susurros mal disimulados. Y, lo más inquietante de todo: la reina no estaba. Pasaron las horas y ella no llegó.
Ni siquiera en el estrado alto reservado para ella y la nueva “Vientre de Luna”.
Celeste tragó saliva, creyó que no era normal la ausencia de la reina en un evento organizado oficialmente en honor a la mujer que llevaría el heredero alfa. O, en teoría, lo que todos creían que era ella.
—¿La reina no asistirá? —preguntó Celeste, esforzándose por sonar casual.
Libeyka se encogió de hombros, con una sonrisa afilada.
—Su Majestad tiene asuntos más importantes que atender. Pero no te preocupes, yo me encargaré de ti esta noche.
La manera en que lo dijo hizo que el estómago de Celeste se encogiera.
Era una amenaza envuelta en terciopelo.
Durante el banquete, Celeste intentó hablar con otras concubinas, pero todas parecían no escucharla o apenas respondían con monosílabos cortantes. Las más jóvenes hicieron pequeños comentarios entre ellas que fingían susurros, pero eran lo suficientemente altos como para que ella los oyera:
—¿Ese es el aroma de la Vientre de Luna?
—No parece una loba.
—¿Por qué Kael escogería a una humana tan corriente?
—Quizás ni siquiera lleva un heredero.
Celeste apretó su copa para no mostrar su temblor.
Se había imaginado una noche deslumbrante, rodeada de respeto por ser “la madre del heredero”.
Pero lo que encontró fue un palacio hermoso, lleno de serpientes que querían devorarla en cualquier momento.
Era una fiesta esplendorosa, diseñada para hacerle ver a la “Vientre de Luna” que no era bienvenida en el palacio, la recibió un harén sonriente que quería verla caer.
Mientras las luces centelleaban y las notas musicales se elevaban más alto, Celeste se sintió más sola que nunca.
Era la gran invitada de honor.
Y sin embargo, era la única que no tenía un lugar en ese mundo.
La fiesta continuó, viva, resplandeciente, pero alrededor de Celeste se formó un círculo silencioso, invisible, de rechazo.
Y allí, en medio de tanta opulencia, supo con certeza que estaba atrapada. Que todos sabían algo que ella no.
En la mañana
La luz del amanecer se filtraba tímidamente por las celosías del harén, bañando la gran sala con un resplandor pálido y cruel. Celeste abrió los ojos con un dolor punzante en la espalda: había dormido sobre una concha dura, sin almohada, rodeada de las concubinas echadas como animales por todo el salón.
El olor la golpeó como un puñetazo.
Alcohol rancio, vómito, sudor. Olor a incienso viejo mezclado con comida fermentada.
El suelo era un desastre: copas quebradas, bandejas volcadas, cojines manchados, varios depósitos de vito, servilletas pegadas al piso, frutas aplastadas y manchas oscuras de quién sabe qué.
El glamur de la fiesta de la noche anterior había muerto con la madrugada.
Celeste se incorporó con el rostro fruncido.
—¡Qué asco!
En ese momento, la administradora del harén —una mujer rígida, de mirada severa y modales cortantes— apareció frente ella con los brazos cruzados.
—Levántese —ordenó sin emoción—. Ya ha salido el sol.
Celeste frotó su cuello, molesta.
—Quiero regresar a la mansión del Alfa. Esta cama es un horror y este lugar huele a pocilga.
La administradora la miró con desprecio silencioso.
—Regresará a la mansión cuando termine de limpiar todo esto.
Celeste creyó haber escuchado mal.
—¿Qué? ¿Yo? —rió incrédula—. ¿Acaso estás bromeando?
Una sirvienta se acercó tímidamente, colocando a sus pies un trapeador, un cubo de agua y varias bolsas de basura.
La administradora no pestañeó.
—Límpielo todo y déjelo como estaba antes de que la fiesta comenzara.
Celeste dio un paso hacia adelante, altanera.
—¿Acaso olvida quién soy? Yo soy la Vientre de Luna. No vine aquí a limpiar vómito ajeno.
—Aquí —respondió la administradora con frialdad— todas debemos mantener el orden. No es una petición. Es una orden del palacio.
—Pues no pienso hacerlo —replicó Celeste—. Límpialo tú o manda a tus sirvientas, que para eso están.
Giró para marcharse, pero la entrada del salón se oscureció cuando Libeyka apareció allí. Vestía una bata de seda ligera y su rostro estaba impecablemente maquillado, como si hubiera despertado en un lugar muy distinto a ese caos.
Una sonrisa suave adornó sus labios. Una sonrisa que no encajaba con la mirada venenosa que le dedicó a Celeste.
—Querida —dijo con una voz melosa que heló el ambiente—. ¿Por qué tanta prisa?
Celeste sintió un rayo de esperanza, confiada en que la concubina favorita intervendría a su favor.
—Libeyka, diles quién soy —reclamó, alterada—. La administradora pretende que YO limpie esto. ¡Esto! Mira a tu alrededor, esto es indignante.
Libeyka caminó hacia ella con paso delicado, pero sus ojos brillaban con un deleite cruel.
—Claro que sé quién eres —murmuró—. La Vientre de Luna.
Celeste sonrió, segura.
Libeyka acercó su rostro al de ella.
—Y precisamente por eso —susurró con veneno dulce— debes demostrar disciplina y humildad. Aquí todas seguimos las reglas… incluso tú.
Chasqueó los dedos.
—Entréguenle más cubos —ordenó a las sirvientas.
Varias acudieron apresuradas, dejando herramientas de limpieza a los pies de Celeste.
La voz de Libeyka se volvió más suave.
—Verás, querida, el Alfa valora a las mujeres fuertes, diligentes, obedientes al palacio. Si quieres mantener tu lugar aquí, tendrás que demostrar que puedes comportarte como una verdadera integrante del harén.
Celeste apretó la mandíbula. No había esperado esto. No allí. No de ella.
—Yo no soy una sirvienta —murmuró con ira contenida.
—No —respondió Libeyka con una sonrisa victoriosa—. Pero hoy sí, limpiarás como una, es una orden de su majestad, la reina.
Celeste retrocedió un paso, crispando los dedos.
—No voy a limpiar esto. Soy la Vientre de Lu..
—Aquí eres lo que la reina decida que seas —la interrumpió Libeyka, con una sonrisa delgada, venenosa—. Y ahora mismo, la reina quiere que limpies el salón de las concubinas.
Celeste alzó la barbilla, negándose a creer que aquello fuera real.
—No pienso obedecer una orden absurda.
Libeyka chasqueó los dedos.
De inmediato, dos guardias del harén se acercaron. Altos, con armaduras negras y las marcas del Alfa en los hombros. Uno tomó el brazo de Celeste.
—Si te rehúsas —dijo Libeyka, acercándose, dejando que su perfume floral la envolviera como una amenaza—, serás llevada al calabozo. Y mañana, al amanecer, recibirás cincuenta azotes en el patio central. Desnuda. Frente a todas.
Celeste sintió un golpe seco de miedo en el pecho.
—¿Eso no es… una broma?
Los guardias comenzaron a arrastrarla hacia la puerta. Uno de ellos ya buscaba las esposas de hierro.
El corazón de Celeste se aceleró, le quemaba la garganta.
—¡Esperen! ¡Yo… yo obedeceré! —logró decir con un hilo de voz.
Los guardias la soltaron. Libeyka sonrió satisfecha.
—Me alegra que hayas recapacitado —dijo, tocándole el mentón con un dedo frío—. A veces las mujeres nuevas necesitan aprender cómo funciona este lugar. Aquí, la obediencia no es una opción, es supervivencia.
Libeyka dio un paso atrás y chasqueó nuevamente los dedos.
Varias concubinas de las que estaban recostadas se levantaron y se acomodaron alrededor para observar.
—Comienza ya, ell suelo no se limpiará solo.
Celeste sintió la humillación arderle en las mejillas. Se arrodilló con manos temblorosas frente al mármol frío del piso. Una risa contenida surgió entre las concubinas. Otra susurró algo y todas estallaron en murmullos burlones.
Celeste apretó los dientes.
Mientras introducía las manos en el agua jabonosa, supo que no pertenecía allí.
Celeste hundió las manos en el balde, respirando entrecortado. Las concubinas y sirvientas se acomodaron alrededor como si fuesen espectadoras de un espectáculo preparado solo para ellas. Algunas se recostaron en los divanes del salón, otras se agruparon cerca, murmurando con sonrisas afiladas.
Libeyka se sentó en un sillón alto, cruzando las piernas con elegancia, disfrutando cada segundo.
—Apresurate, no te quedes ahí temblando —ordenó con suavidad cruel—. Limpia ese vómito que está allá.
Celeste tragó saliva. Se arrastró de rodillas hasta el lugar indicado, el mármol frío raspándole la piel.
Una sirvienta joven se inclinó hacia otra.
—Mírala, ni siquiera sabe cómo exprimir un paño —susurró, sin molestarse en bajar la voz.
—Las humanas siempre son así. Torpes —respondió la otra, soltando una risita.
Celeste apretó el paño entre sus dedos, intentando ignorar los comentarios, pero el nudo en la garganta crecía.
Mientras frotaba el suelo, el jabón le salpicó la cara. Las concubinas estallaron en carcajadas.
—Qué delicada nuestra Vientre de Luna —bromeó una de las más antiguas—. ¿Así piensa dar a luz al heredero del Alfa? ¡Si no aguanta ni limpiar un piso!
—Tal vez el Alfa se arrepienta cuando la vea así —añadió otra, sin pudor.
Celeste sintió un calor vergonzoso subirle al rostro. Quiso responder, defenderse, decirles que no tenían derecho, pero la mirada de Libeyka la atravesó. Era una advertencia silenciosa.
Pasaron horas, Celeste apenas había limpiado la mitad del salón.
—Sigue —dijo la Primera Concubina, con voz dulce que escondía un filo—. Y hazlo bien. Estás dejando vetas en el mármol.
Celeste volvió a inclinarse. Le dolían las rodillas. El vestido se le pegaba a la piel. Las burlas seguían alrededor como un enjambre de abejas venenosas.
Una sirvienta dejó caer a propósito un pedazo de fruta al suelo frente a ella.
—Ups… se me cayó —dijo sonriendo—. ¿Podrías limpiarlo también?
Más risas. Más murmullos.
Celeste tragó su orgullo, sintiendo cómo algo dentro de ella se quebraba, una parte que jamás imaginó sacrificar. Cada movimiento era una derrota, cada gota de agua que le escurría por los brazos, una punzada de impotencia.
Mientras frotaba, con la vista nublada por lágrimas que se negaba a dejar caer.
Editado: 24.11.2025