El doctor apagó el monitor y comenzó a guardar el equipo con movimientos profesionales y silenciosos.
Kael permaneció de pie junto a la ventana, dándole la espalda a Lyra. Desde allí observaba la ciudad extendida bajo el atardecer, los edificios bañados por una luz dorada que no lograba tocarlo por dentro. Tenía los hombros tensos, la mandíbula apretada.
La enfermera limpió el gel del vientre de Lyra con cuidado, le acomodó la sábana y, tras una última reverencia respetuosa al Alfa, ambos abandonaron la habitación.
La puerta se cerró.
El silencio cayó como una losa.
Kael seguía observando por la ventana, después se giró hacia ella y le dijo:
—Me alegra que el cachorro esté bien.
—Gracias —respondió Lyra en voz baja.
Kael se volvió lentamente. Su expresión era fría, controlada, como si hubiera levantado un muro invisible entre ambos.
—No tienes que darme las gracias —dijo—. Es mi hijo. Me preocupo por él.
El silencio volvió a instalarse.
Lyra bajó la mirada, apretó las manos sobre la sábana. Sentía la tensión en el aire, espesa, incómoda. No sabía qué decir, ni cómo decirlo.
Entonces Kael habló de nuevo, con voz firme, definitiva:
—Esta tarde viajaremos a Ciudad del Sur. Irás conmigo al palacio.
El corazón de Lyra se aceleró de inmediato.
—No iré al palacio —replicó, levantando la mirada—. Tengo mi propia casa.
Los ojos de Kael se endurecieron.
—¿De verdad crees que permitiré que mi hijo viva en los suburbios o en cualquier casa? —dio un paso hacia ella—. ¿Aún no has entendido que el niño que llevas en tu vientre tiene sangre real?
—No tienes derecho…
—No vas a vivir fuera del palacio —la interrumpió, tajante—. No mientras estés preñada de mi cachorro.
Hizo una pausa breve.
—Cuando nazca, si quieres irte, podrás hacerlo, pero él se quedará en el palacio.
Esas palabras se clavaron como puñales en el pecho de Lyra.
No entendía por qué dolían tanto.
—No permitiré que me quites a mi bebé —dijo, con la voz quebrada pero firme.
Kael apretó la mandíbula.
—Y yo no permitiré que lo críes como un plebeyo —respondió con dureza—. Es mejor que vayas aceptando la realidad. La diosa quiso esto.
—¿Y qué dirán todos en tu palacio? —replicó ella, alzando la barbilla—. Sé que solo aceptan sangre de lobos en su linaje. Son sus tradiciones… ya lo averigüé.
Kael la miró fijamente. No había ira en sus ojos, sino una determinación feroz.
—Seré el primero en cambiar esa tradición —dijo con voz baja y peligrosa—. Nadie se atreverá a tocar a mi heredero.
Se hizo un silencio profundo.
Lyra lo miró, estaba contrariada, él parecía estar dispuesto a darlo todo por el cachorro, pero ella sólo deseaba huir de esa realidad.
—No entiendo cómo tu diosa pudo obrar de esta manera, ¿acaso ella quiere que sea su prisionera? ¿O que mi hijo no tenga madre?
Lo miró fijamente, con los ojos llenos de lágrimas.
Kael sintió el arrepentimiento. No había querido herirla. Mucho menos hacerla llorar. Pero su instinto, su maldito instinto de Alfa lo empujaba a imponer, a proteger, a reclamar. El rechazo de Lyra le dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir, y por eso había sido tan duro de palabras.
Respiró hondo antes de responder.
—No eres mi prisionera —dijo, con voz más baja, más contenida—. Eres la madre de mi cachorro. Llevas en tu vientre al príncipe de esta manada.
Dio un paso más cerca, sin tocarla.
—Debes entenderme, necesito protegerlos a los dos. Ya no eres una ciudadana común.
Lyra negó lentamente con la cabeza.
—Yo no pedí esto.
—Quizás rezaste alguna vez por ese cachorro —respondió—. Tal vez otros dioses no te escucharon, pero la Luna sí. Ella decidió que tuvieras ese hijo.
Lyra giró el rostro y recostó la cabeza contra la almohada. Su expresión era la de alguien que acababa de recibir una noticia demasiado grande, demasiado definitiva.
Derrotada.
Kael dio otro paso hacia la cama. Quería tocarla. Acariciar su cabello. Decirle que todo estaría bien. Pero la barrera que ella había levantado era clara, y él no se atrevería a cruzarla.
Le habló entonces con una voz más dócil, casi cuidadosa:
—Tranquilízate… por favor. Disfruta el embarazo. A ese cachorro no le faltará nada.
Hizo una pausa.
—Tendrás una vida que muchas desean, tu hermana, por ejemplo, se hizo pasar por ti porque sabía lo que ibas a recibir.
Lyra inhaló con dificultad. El futuro se le presentó como un territorio desconocido, enorme, intimidante.
Tenía miedo.
Miedo del palacio, miedo de los lobos, de Kael… y, al mismo tiempo, de lo que sentía cuando él estaba cerca.
Apretó una mano contra su vientre, buscando anclarse.
***
El avión surcaba las nubes con un zumbido constante, casi hipnótico.
Lyra permanecía sentada junto a la ventanilla, con una mano sobre su vientre. El cielo se extendía infinito, azul y ajeno, como si el mundo que conocía hubiera quedado muy abajo, demasiado lejos para volver.
Respiró hondo.
Ciudad del Sur.
El palacio.
Los lobos.
Todo eso resonaba en su mente como una advertencia.
Sus padres siempre habían sido claros:
No te acerques a los lobos. No cruces su mundo. No te dejes ver.
Lyra había crecido creyendo que ese mundo era peligroso, cruel, dominado por instintos que no dejaban espacio para la elección. Y ahora, ahora estaba volando directo al corazón de ese territorio.
Sintió miedo.
Miedo a perder su libertad y dejar de ser ella.
Desvió la mirada de la ventana y, sin querer, buscó a Kael.
Él estaba sentado unos asientos más adelante, del lado opuesto. Su espalda recta, la postura firme. No hablaba con nadie. No usaba el teléfono. Su atención parecía puesta en algo invisible, en el vientre que ella protegía con las manos.
Lyra lo observó con cautela.
Editado: 21.12.2025