La madre de mi cachorro es una... ¿humana?

42 Promesa

El espejo de bronce devolvía una imagen que Libeyka apenas reconocía.

Su cabello plateado estaba suelto, sin ornamentos. Vestía una túnica sencilla color marrón, sin joyas, sin símbolos de favor. Sus manos temblaban de rabia, no de miedo.

Apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula.

—Esa maldita Vientre de Luna… —escupió las palabras, con los puños cerrados—. Haré que pague por esta humillación.

La sirvienta que la acompañaba, una mujer de rostro pálido y ojos inquietos, dio un paso atrás.

—Mi señora… —dijo con cautela—. Ella no tiene la culpa. Ni siquiera la conoce.

Libeyka giró bruscamente hacia ella. Su mirada era venenosa.

—Desde que esa mujer se preñó de mi Alfa, todo comenzó a ir mal —gruñó—. Mi lugar, mi influencia, todo se desmorona por su culpa. Mientras voy a recibir azotes, ella está con él en los jardines reales. Estoy perdida, él la desea como su Luna.

—Quizás sólo quiere mostrarle dónde será entrenado el cachorro

—No soy idiota, sé que ella me lo quiere quitar. La odio, la odio con todas las fuerzas que provienen de la luna oscura. Y por eso, voy a destruirla.

—No puede hacerlo —susurró la sirvienta, aterrada—. El Alfa la mandaría a decapitar si le hace daño a esa humana.

Libeyka sonrió. No había alegría en ese gesto, solo locura contenida.

—No me importa —dijo con voz baja—. Prefiero estar muerta antes que permitir que una débil humana me arrebate lo que es mío.

El golpe seco en la puerta la interrumpió.

No fue un llamado, fue una orden.

La administradora del harén entró acompañada de dos guardias. Su expresión era impasible, como si estuviera cumpliendo un rito antiguo.

—señora Libeyka —anunció—. Por orden del Alfa y con consentimiento de la reina, recibirás treinta azotes por excederte en tus atribuciones y poner en riesgo a la Vientre de Luna.

Libeyka alzó el mentón.

No suplicó.

—Esto no quedará así —murmuró.

Los guardias la tomaron de los brazos y la condujeron fuera del aposento.

***

El patio exterior del harén estaba lleno.

Concubinas, sirvientas, guardianas… todas observaban en silencio. Algunas con morbo. Otras con miedo. Otras con una satisfacción apenas disimulada.

En el estrado central, la reina estaba sentada, erguida, vestida con telas oscuras. Su rostro era una máscara de piedra.

Libeyka fue llevada al centro del patio.

El aire era frío. El suelo, de piedra blanca, parecía aún más cruel bajo la luz del día.

—Quítate la túnica y arrodíllate —ordenó la administradora.

Libeyka dudó un segundo.

Luego lo hizo, se quitó la túnica y se arrodilló. Obedeció no por obediencia, sino por orgullo. Estaba siendo castigada por el Alfa, pero sabía que él favor de la reina estaba con ella, ese castigo era mejor que ser echada del palacio, ello no la debilitaba, sino que alimentaba su odio hacia la vientre de Luna.

La verdugo, una hembra híbrida de alta estatura con su rostro cubierto, se colocó detrás de ella. El látigo colgaba de su mano como una sentencia.

El primer azote cayó.

El sonido seco cortó el aire.

Libeyka se estremeció, apretó los labios, se negó a gritar.

El segundo.

El tercero.

Cada golpe no solo marcaba su espalda, sino su posición en el harén, su caída ante todas las que alguna vez la habían envidiado.

Algunos rostros se desviaron.

Otros no parpadearon.

La reina observó en silencio.

No había compasión en sus ojos, tampoco placer.

Cuando el castigo terminó, Libeyka apenas podía sostenerse. Su respiración era irregular, su cuerpo temblaba de rabia y dolor.

La verdugo se alejó de ella.

Mientras la retiraban del patio, una sola certeza ardía en su mente, más fuerte que el dolor:

No había terminado, Lyra aún no sabía nada, pero Libeyka ya había jurado destruirla y a su cachorro, aunque con ello, consiguiera su propia condena.

***

Lyra y Kael estaban juntos en el aposento como si el mundo a su alrededor no existiera. El Alfa había olvidado los pendientes políticos del día, el celular estaba vibrando, en la pantalla reflejaba el número del despacho del palacio. Kael no atendió, para él, nada tenía tanta impotencia como ese momento con su mate. Cualquier asunto del despacho, el ministro debía atenderlo cuando él Alfa estaba ausente. Y si el asunto era grave, algo como una ataque a la manada, él no recibiría una llamada del despacho, si no del departamento de seguridad.

El silencio del aposento era distinto, cómo si los arropara con un manto de cercanía, de pertenencia.




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