LA ESPACIOSA CAMA JAMÁS HABÍA SIDO TAN INCÓMODA, el insomnio siempre era horrible, como rodabas por la cama tratando de conciliar el sueño, como las sabanas se pegaban a tu cuerpo y quedabas enredado en las mismas sintiéndote atado en ellas, tenías toda una noche para mirar el techo, como lo odiaba, no le sorprendería que todo el mundo lo odiara.
Él no se tomó ni siquiera la molestia de acostarse en la cama, prefería evitarse el martirio de tratar de dormir, no tenía sentido cuando sabía que no podría dormir ni siquiera usando un sedante para osos.
William había hecho tantas cosas mal durante su vida, jamás había sido una buena persona, siempre antipático, amargado y sin una mísera pizca de culpa al acabar con una manada completa, jamás tuvo problemas con dañar y herir con aquellos que se oponían a su poder, y quizá su actualidad era el castigo de la diosa Luna.
La diosa Luna le había enviado al peor de los alfas una mate humana como su castigo, pero aun cuando lo intentaba, él no podía pensar en la chica como un castigo, porque la magia de la Luna y el destino habían hecho que él se enamorase al instante de sus rizos castaños que parecían querer desaparecer convirtiéndose en simples ondulaciones, su piel pálida de porcelana que nadie en la manada tenía y sus ojos azules casi grisáceos.
¿Tanto lo odiaba la Luna? ¿Tan terribles habían sido sus actos que la Luna lo condenaba al peor dolor del mundo? Antes de ella ya había habido una mujer que fue mate de un lobo y el final había sido atroz, el final había sido tan horrible que su historia perduró en cada generación desde entonces, había pocas cosas a las que él le temía, pero en el momento en que él había visto sus ojos, que el destino de ambos fuera el mismo que el de sus antepasados era algo que lo aterraba, porque como cada hombre lobo, sabía perfectamente que su vida no volvería a tener sentido sin ella.
El conocimiento de una historia tan antigua como el tiempo, y la certeza de que era real, era como una pequeña astilla clavándose en su corazón y quebrándolo lentamente, hasta el momento en el que la historia que sabía que era cierta se volviera a repetir.
El único modo de salvarla, era mantenerla lejos de él, el amor que la Luna había puesto en su pecho, que crecía y se volvía realmente verdadero con cada instante, era suficiente para querer mantenerla a salvo, pero era su misma naturaleza la que no lo permitía, porque él era un alfa, él era egoísta y ruin, y estaba enamorado de una humana que no comprendería jamás la naturaleza del lazo que los unía a ambos desde el momento en el que ella nació, desde el momento en el que ambos fueron creados el uno por el otro.
La Luna la había creado para él, y era egoísta por querer amarla, pero también sería egoísta dejarla ir sabiendo que aun siendo humana ella se sentiría incompleta sin él. Si ella se iba, ambos morirían, él por la agonía y ella por circunstancias que crearía una diosa enfadada por tal desprecio a su regalo, pero si ella se quedaba, la historia se iba a repetir eventualmente.
Era egoísta, tan egoísta, pero prefería disfrutar el lazo y el amor que estaban destinados a compartir antes de que la vida los arrebatara uno del otro.
Era tan trágico, porque era la Luna la única que conocía la verdadera historia, era la Luna la única que sabía cuál sería el futuro, y no podía decírselo a ellos porque para que ellos realmente lograran cumplir su destino, debían entender primero que su amor no era egoísta, sino tan puro que estarían juntos por menos que un instante, y sacrificarían su vida por ese mismo fugaz momento de felicidad que solo el verdadero amor les daría.
—Ayla —murmuró para sí mismo, simplemente por su deseo de pronunciar su nombre por primera vez, porque era como una melodía extrañamente incompleta, una canción cuya letra se cortaba justo a la mitad.
A veces se preguntaba cómo sería si él fuera un humano, común, corriente y ordinario. Se preguntaba si habría sido capaz de enamorarse de Ayla con un solo vistazo, si la habría visto pasar por la calle y le habría dado igual, si la habría dejado ir por no saber que estaban destinados a estar juntos, o lo que sería peor, que no lo estuvieran y ella hubiera sido el alma gemela de alguien más.
William no conocía a Ayla, no conocía su apellido ni su personalidad, no conocía sus gustos, no sabía de ella más que su rostro y su nombre, y su nombre estaba incompleto.
Él sabía que ella era hermosa, era imposible mirarla y pensar lo contrario cuando era un ángel en un lugar lleno de monstruos que cambiaban de forma, pero no creía haber podido enamorarse de ella sin el vínculo que la Luna había creado.
Ese era el mayor problema, que él estaba enamorado de ella porque la Luna lo quiso así, necesitaban tiempo, tiempo para entender que la Luna solo le había mostrado que ella era su alma gemela y que esa sensación en su interior era suya y solo suya, porque ese amor instantáneo que había sentido era el amor a primera vista del que se hablaba en los cuentos de hadas, era magia, pero no era la de la Luna, sino la suya propia que decía a gritos que ella era la indicada.
William se había cansado, se había casado de estar sentado en su cama sabiendo que esa noche no iba a lograr dormir, así que se puso de pie y abandonó su casa, apenas había salido se quedó quieto justo frente a su puerta, sintió sus huesos crujir, romperse y recomponerse sin apenas sentir dolor, hasta que donde había estado él estuviera su lobo.
Su lobo era aterrador, decían muchos, pues para aquellos que se encontraban asustados tenía el tamaño de un oso, su pelaje oscuro se fundía con la oscuridad de la noche, sus colmillos brillaban con pequeños destellos por el reflejo de la luz y sus ojos se volvían rojos, dignos de un alfa que cargaba con el peso del mundo en sus hombros y la sangre de tantos en sus afiladas garras.
La ruta para ir al bosque solía ser siempre la misma, una línea recta que te llevaba a hundirte en su espesura, pero William no se sintió capaz de hacer lo mismo que siempre hacía, no se sintió capaz de pensar que nada había cambiado desde hacía un par de días, no era capaz de fingir que Ayla no había llegado aún y que no había descubierto en ella al amor de su vida y la única persona capaz de hacerlo sentir completo.