La Maldicion De Ser Visto

Capítulo 5: Lo que no dijimos

La puerta se cerró.

Con un sonido suave, casi imperceptible.

Pero en la sala, ese eco fue como una sentencia.

Y el silencio que quedó…

fue abismal.

Ayaka no dijo nada.

Tampoco Reika.

Solo estaban allí. De pie. Inmóviles.

Como si el mundo hubiera perdido sentido tras esas dos palabras que aún flotaban en el aire.

“Lo siento.”

Ayaka miraba hacia la puerta cerrada, con los labios apretados y el pecho latiendo como si algo hubiera colapsado en su interior. Sus ojos, tan entrenados para juzgar, para medir y evaluar, no podían comprender lo que acababan de presenciar.

Yuuto…

no les gritó.

No se defendió.

No se humilló.

No acusó.

Solo se disculpó.

Y esa disculpa—

Esa maldita disculpa—

Era lo más doloroso que había escuchado en toda su vida.

—¿Lo viste...? —murmuró Reika finalmente, con una voz que parecía no pertenecerle.

Ayaka no respondió.

Reika se dejó caer en una de las sillas, sin elegancia, sin control. Se quitó las gafas con manos temblorosas. Sus ojos dorados estaban abiertos, perdidos, como si aún estuvieran intentando procesar lo imposible.

—No… no fue solo su rostro… —dijo. Su voz era casi un susurro—. Fue... todo.

Ese rostro…

no era humano.

Era perfecto, sí.

Pero estaba roto.

Hermoso como una estatua olvidada bajo la lluvia.

Un rostro de alguien que ya había muerto por dentro, muchas veces.

Y esa belleza no despertaba envidia ni admiración.

Despertaba culpa.

Porque ese escudo, esa ropa ancha, esa libreta, ese silencio…

eran mecanismos de defensa.

Eran gritos sin sonido.

—Ayaka… —Reika tragó saliva—. ¿Qué tan herido debe estar alguien… para pedir perdón por dejarse ver?

La presidenta no respondió.

Sus manos estaban cerradas con fuerza, los nudillos blancos.

Había creído en su deber. En el orden. En el respeto por las reglas.

Pero Yuuto nunca rompió una.

Nunca alzó la voz.

Nunca tocó a nadie.

Solo existió.

Y por eso lo castigaron.

No físicamente.

Peor aún:

Lo abandonaron.

Un año entero.

Y ahora lo sabían.

No habían necesitado golpearlo.

Bastó con mirar hacia otro lado.

Bastó con el silencio.

Ayaka se sentó lentamente, con la espalda recta, como si aún quisiera sostener la imagen de la líder fría e inquebrantable.

Pero su mirada ya no era la misma.

Estaba... vacía.

—Fuimos parte de esto —murmuró, finalmente.

Reika levantó la vista.

—No hicimos nada.

—Exacto —respondió Ayaka, con una tristeza que no se había permitido sentir hasta ahora—. Lo dejamos solo… y aun así fue él quien nos pidió perdón.

Un temblor recorrió la espalda de ambas. No de frío.

De vergüenza.

El silencio volvió.

La sala ya no era la misma.

Era un lugar donde, por primera vez, dos figuras de poder sintieron lo que era estar desnudas frente a una verdad demasiado grande para esconder.

Y esa verdad tenía un nombre:

Yuuto.

Un chico que nunca levantó la voz.

Nunca pidió ayuda.

Y que, tras ser revelado, no exigió justicia…

Solo pidió perdón.

Y eso fue lo que más dolió.




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