La mañana siguiente llegó con un cielo limpio y despejado,
como si nada hubiese pasado.
Como si el mundo siguiera igual.
Pero Ayaka y Reika no eran las mismas.
Ambas caminaban por los pasillos hacia la oficina del director Aoyama, convocadas a primera hora sin mayor explicación. Nadie les habló. Nadie las miró raro. Todo era normal.
Y ese era el problema.
Porque después de lo que habían visto…
ese mundo “normal” ya no era tolerable.
La puerta de la oficina se abrió automáticamente al escanear sus credenciales. Dentro, el despacho del director estaba como siempre: ordenado hasta lo artificial, con los sillones de cuero impecables, las paredes cubiertas de certificados, reconocimientos y fotografías de generaciones pasadas sonriendo con excelencia.
En el centro de todo, el hombre al que llamaban director.
Aoyama Ryuuji.
Alto, delgado, cabello perfectamente peinado hacia atrás, sin una arruga fuera de lugar en su traje oscuro. Tenía esa sonrisa que nunca decía la verdad, y unos ojos apagados que solo brillaban cuando hablaba de rankings y logros académicos.
—Ah, señoritas Kamizaki y Tsukishiro —dijo con tono amable mientras las invitaba a sentarse—. Qué gusto verlas tan puntuales.
No esperó respuesta. No la necesitaba.
—Les he llamado porque tengo una excelente noticia. Anoche recibí la confirmación: el tutor legal del alumno Yuuto Ayanami ha solicitado formalmente su traslado inmediato a otra institución.
Ayaka se quedó inmóvil.
Reika bajó la mirada.
Y Aoyama… sonrió.
—Debo decir que esto nos evita una serie de inconvenientes —continuó con ligereza—. El muchacho era… difícil de manejar. Francamente, una mancha constante para nuestra imagen. Los rumores, el aislamiento, el aspecto… —chasqueó la lengua con falsa compasión—. Nunca encajó. Y ahora, al fin, todo vuelve a la armonía.
Armonía.
La palabra golpeó como un insulto.
Ayaka apretó los dientes. Ayer mismo había visto los ojos de ese chico.
No había armonía en su historia. Solo abandono.
—¿Y qué institución lo recibirá? —preguntó Reika, obligando a su voz a mantenerse firme.
Aoyama hizo un gesto con la mano, como si no importara.
—Una escuela técnica, pequeña. Lejos. No muy relevante. Pero suficiente para que desaparezca de nuestro radar.
Y de la prensa.
Y de cualquier estadística de seguimiento.
Así funciona el sistema.
Así, con esa ligereza, con ese desinterés clínico, borraba a una persona.
Un alumno.
Un adolescente.
Un chico que nunca tuvo oportunidad.
—director… —comenzó Ayaka, pero su voz se quebró un poco. No de miedo, sino de rabia.
Aoyama la observó con esa sonrisa neutra de los que creen saberlo todo.
—No se preocupen. Han hecho bien. Sus informes me ayudaron a respaldar que su presencia era un factor disruptivo. Nada que se pueda malinterpretar. Todo conforme a reglamento.
Reglamento.
Era increíble cuántas injusticias cabían dentro de esa palabra.
Ayaka sintió ganas de gritar.
Reika deseó romper algo.
Pero no lo hicieron.
No aún.
Porque allí, frente a ellas, no había solo un hombre.
Había un sistema entero que justificaba su deshumanización con carpetas y sellos.
Y por primera vez, entendieron lo que significaba estar del otro lado.
No como víctimas.
Sino como parte del mecanismo que ignoró, minimizó y destruyó a alguien que solo quería existir.
El director se levantó, dando por terminada la reunión.
—Si no tienen nada más que decir, pueden retirarse. Agradezco su compromiso con el bienestar institucional.
Las dos se pusieron de pie.
Pero ninguna agradeció.
Ninguna se inclinó.
Y cuando salieron de la oficina, el mundo seguía igual.
Pero ellas ya no.
Porque ahora sabían que la herida no era solo de Yuuto.
Era de todos los que lo dejaron ir sin luchar.
Y eso…
eso dolía aún más que su silencio.