La tarde cayó como una losa sobre sus espaldas.
No era solo la hora.
Era el peso del camino, del silencio, de todo lo que no dijeron a tiempo.
Ayaka Kamizaki y Reika Tsukishiro estaban de pie frente a una casa común.
Una fachada cualquiera.
Pero dentro, el mundo que ambas habían ignorado hasta que ya era demasiado tarde.
El jardín estaba descuidado.
Había flores marchitas en una maceta sin regar.
Una mochila escolar olvidada junto a la entrada.
Todo hablaba de abandono, pero no del tipo físico.
Del otro.
Del que pesa en el alma.
Ayaka respiró profundamente. Intentó calmarse.
Le temblaban los dedos cuando tocó la puerta.
Se abrió casi de inmediato.
Y ahí estaba ella.
No necesitaba presentarse.
Aoi Ayanami.
Madre de Yuuto.
Cabello largo trenzado con descuido, rostro sin maquillaje, ojeras profundas…
pero con una mirada que cortaba el aire.
No había odio.
No había lágrimas.
Había algo peor.
Firmeza. Furia contenida. Desgaste de meses. Años.
Amor de madre vuelto acero.
—¿Qué quieren? —preguntó, sin moverse del marco.
Ayaka tragó saliva.
—Queremos ver a Yuuto…
Aoi entrecerró los ojos. No levantó la voz.
No la necesitaba.
—¿Ahora?
Solo una palabra.
Y el mundo se les vino encima.
—¿Ahora se acuerdan que respira? ¿Que existe? ¿Después de ignorarlo día tras día? ¿Después de verlo encorvarse en los pasillos sin que una sola de ustedes se atreviera a caminar a su lado?
Reika bajó la cabeza.
—No sabíamos cómo… —intentó decir, apenas un susurro.
—¡No sabían! —La palabra salió con un filo agudo, pero sin gritos—. ¿Y él sí sabía cómo aguantarse las ganas de morir cada noche?, ¿verdad?
Ayaka apretó los labios.
—Lo escuché llorar. Todas las malditas noches.
Escondido. Con la almohada en la cara, para que yo no lo oyera.
Pero lo oí igual.
¿Saben lo que es eso? ¿Oír a tu hijo romperse del otro lado de la pared… y no poder hacer nada más que abrazarlo al amanecer como si nada pasara?
Aoi dio un paso al frente. No amenazaba físicamente.
Pero las chicas retrocedieron igual.
—Lo vi dejar de reír. De hablar. De vivir.
Lo vi llegar al baño con náuseas solo por tener que ponerse el uniforme.
Se interrumpió un segundo.
Su voz bajó. Pero dolió más.
—¿Saben lo que me pidió el primer día de clases?
Que si algún día no volvía… no lo buscara.
Que si lo encontraba en el suelo… no llorara.
Que, si estaba rota, al menos una de las dos partes pudiera seguir viva.
Un silencio brutal cayó como una sentencia.
Ayaka apenas podía sostenerle la mirada.
Reika parecía encogerse bajo el peso invisible.
—Y ahora vienen. Bien vestidas. Bien peinadas.
Con ojos brillosos de culpa… pero un año tarde.
Aoi las miró.
Como si evaluara si aún quedaba algo que salvar en ellas.
—No tienen derecho a entrar —dijo, con una firmeza glacial—.
Pero pueden hablarle desde la puerta de su cuarto.
Si quiere escuchar… es su decisión.
Si no, se quedan ahí. Esperando.
Sin exigir.
Sin tocar.
Sin alzar la voz.
Giró para subir… pero antes de dar el primer paso, se detuvo.
Se volvió hacia ellas.
Y esta vez, no habló con la voz de una madre dolida.
Habló con la voz de alguien que ha tenido que reconstruir a su hijo pedazo por pedazo.
—Y escúchenme bien. Si entran en su vida otra vez solo para lastimarlo…
si vienen aquí con la intención de redimirse a costa de él, o para sentirse mejor ustedes mismas…
Su voz bajó aún más. Un susurro helado.
—Les juro que no habrá rincón en esta ciudad donde puedan huir del recuerdo de lo que hicieron.
No haré escándalo. No gritaré.
Solo me aseguraré de que cada vez que se miren al espejo…
vean la herida que dejaron.
Y sin más, subió.
Dejándolas hundidas en un silencio imposible de llenar.
Reika temblaba.
Ayaka respiró hondo y dio el primer paso.
Subieron.
Cada escalón sonaba como una culpa vieja.
Al final del pasillo, una puerta cerrada.
Aoi estaba de pie frente a ella.
—Está ahí —dijo, sin emoción—.
Y yo… ya no puedo protegerlo de todo.
Pero puedo prometerles algo: si lo destruyen otra vez…
Se volvió hacia ellas.
Y por primera vez… lloraba.
—…yo también puedo romper cosas.
Y se fue.
El sonido de sus pasos perdiéndose escaleras abajo.
Ayaka quedó frente a la puerta.
Tocó.
—Yuuto… —Su voz temblaba—.
Soy Ayaka. Estoy con Reika.
Sabemos que no tenemos derecho…
pero igual estamos aquí.
Silencio.
Reika se acercó, la voz quebrada.
—No vinimos a pedir perdón para sentirnos mejor.
Vinimos… porque callamos cuando teníamos que gritar.
Y eso no va a pasar otra vez.
El silencio pesó.
Pero no se movieron.
No huyeron.
No exigieron.
Porque por primera vez…
entendían lo que significaba esperar del otro lado de una puerta rota.