La Maldicion De Ser Visto

Capítulo 8: Cuando una grieta se abre

El pasillo era estrecho.

La puerta, inofensiva a la vista.

Pero para ellas… era un abismo.

Ayaka y Reika se sentaron en el suelo, justo frente a la habitación donde Yuuto vivía.

No dijeron nada.

No se miraron.

Solo escuchaban el leve crujido de la casa, el murmullo lejano del viento contra las ventanas, el tic-tac de un reloj oculto en algún rincón.

Minutos.

Luego decenas de minutos.

Una hora.

Y el silencio seguía ahí.

Tan denso que parecía aplastarles el pecho.

En ese tiempo, ni un sonido vino del otro lado de la puerta.

Ni un paso.

Ni una respiración.

Pero ellas no se movieron.

En algún momento, sin que notaran en qué instante exacto, Aoi subió las escaleras.

No dijo una sola palabra.

Tenía una bandeja con dos tazas de café humeante.

Las dejó en el suelo, frente a ellas.

Y luego se fue.

Como una sombra.

Como una madre que no necesitaba hablar para estar presente.

Ayaka levantó la taza entre las manos.

Estaba caliente. Y temblaba.

Reika simplemente la sostuvo, sin probarla.

Entonces…

un leve sonido rasgó el aire.

Un papel deslizándose desde debajo de la puerta.

Ambas lo miraron.

Ayaka lo tomó con dedos lentos, casi temerosos.

Solo había tres palabras, escritas con tinta temblorosa:

“¿Por qué ahora?”

Ayaka sintió que el corazón se le partía en ese mismo instante.

Reika cerró los ojos, luchando por contener las lágrimas.

—Porque… —dijo Ayaka, en voz baja, con la garganta apretada— porque ya no soportamos callar. Porque ya entendimos lo que hicimos.

Porque cada día desde que te alejaste… algo en nosotras también dejó de vivir.

Silencio.

Luego, otro susurro de papel.

Una segunda nota se arrastró por debajo de la puerta.

Ayaka la recogió.

La leyó.

Y se la pasó a Reika.

“No sé qué piensan sobre lo que vieron en el salón…

para mí, este rostro es una maldición.”

No había rabia.

Solo resignación.

Solo un dolor antiguo.

Que ni el tiempo ni el silencio habían logrado enterrar.

Reika tocó el papel como si fuera algo frágil.

Y susurró:

—No es una maldición, Yuuto…

Es la prueba de todo lo que sobreviviste.

Y de todo lo que nosotros no supimos ver.

Pero no hubo más notas.

Ni sonidos.

Solo la puerta.

Y el eco de dos chicas sentadas al borde de algo que apenas estaban empezando a entender.

El pasillo seguía en silencio.

Pero algo había cambiado.

No era el aire.

No era la luz.

Era él.

Estaba escuchando.

Eso lo sabían ahora.

Y eso dolía.

Porque si escuchaba… significaba que cada palabra dicha —o no dicha— tenía un peso real.

Cinco minutos pasaron.

Entonces, la tercera nota apareció.

“El resto no entenderá nada.”

Ayaka la leyó. No lloró.

Pero sintió como si una grieta invisible se abriera dentro de ella.

Reika tragó saliva, con los ojos empañados.

—No… —dijo Ayaka, alzando un poco la voz, no para gritar, sino para asegurarse de que él la escuchara con el alma—.

Tienes razón. El resto no entiende.

Muchos de ellos ni siquiera recuerdan lo que hicieron, o cómo te ignoraron.

Hizo una pausa.

—Pero yo sí.

Yo lo veo.

Cada día.

Cada vez que paso frente a ese pupitre vacío.

Reika se acercó más a la puerta.

—Y yo también.

No dormí tranquila desde que me callé cuando dijeron esa basura sobre ti.

Desde que no dije lo que sabía.

Desde que preferí ser parte de la multitud… en vez de la única voz que debí ser.

Ayaka cerró los ojos, y por fin, rompió del todo:

—Yuuto… No te estamos pidiendo que nos perdones.

Sabemos que no lo merecemos.

Pero por favor… no desaparezcas.

Su voz se quebró.

Le costaba respirar, pero siguió:

—No te apagues.

No dejes que ellos ganen.

No dejes que esa imagen que tienen de ti… sea la que tú también te creas.

Porque no es verdad.

No eres un error.

No eres una maldición.

Reika se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Y si nadie más está dispuesto a verte… nosotros sí.

Aunque sea desde este pasillo.

Aunque tengamos que venir cada día y sentarnos frente a esta puerta como hoy.

Ayaka asintió, con lágrimas corriendo por su rostro:

—Porque queremos verte vivir.

No como antes.

No como ese chico callado que cargaba con todo.

Sino como alguien que merece reír.

Que merece tener a alguien que escuche cuando hable.

Y que se quede cuando llore.

Silencio.

Largo. Profundo. Doloroso.

Y entonces… una última nota se deslizó por debajo de la puerta.

Ayaka la tomó con manos temblorosas.

“Me gustan los onigiris.

Me gustaría comerlos mañana.”

Ninguna de las dos pudo hablar.

Solo se miraron.

Y por primera vez… sonrieron con dolor.

Porque entendieron lo que significaba.

No era un perdón.

Era algo más valioso.

Era una oportunidad.

Una grieta en el muro.

Una promesa silenciosa…

De que, quizá, Yuuto aún no había dejado de pelear.




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