La Maldicion De Ser Visto

Capítulo 10: Quiero mis onigiris

La mañana llegó, envuelta en bruma suave.

Y con ella, el rumor de algo extraño frente a la entrada de la escuela.

Dos figuras destacaban entre la multitud.

No por lo que decían —porque no decían nada—, sino por lo que esperaban.

Ayaka Kamizaki.

Reika Tsukishiro.

Presidenta y vicepresidenta.

Firmes como estatuas.

Silenciosas como plegarias.

Los estudiantes que llegaban se detenían, murmuraban, cruzaban miradas confundidas.

¿Una inspección? ¿Algo urgente?

Pero no.

La verdad era más simple… y más humana.

Esperaban a una sola persona.

Ayaka llevaba entre sus manos una caja envuelta con un pañuelo blanco.

Temblaba, aunque intentara parecer serena.

Dentro… tres onigiris imperfectos.

Formados con sus manos la noche anterior, entre nervios y esperanza.

Reika tenía las manos en los bolsillos, pero su mirada no se apartaba del camino que llevaba a la entrada.

Ambas estaban con el corazón expuesto.

No sabían si lo verían.

Pero habían prometido estar ahí.

El tiempo pasó.

El cielo seguía cubierto.

Y entonces, apareció.

A lo lejos, una figura encorvada, caminando como si pesara más de lo que su cuerpo mostraba.

Era Yuuto.

El uniforme le quedaba grande, como si intentara desaparecer dentro de él.

El cubrebocas cubría la mitad de su rostro, aunque no hacía frío.

Una capucha baja sobre su cabello plateado, ocultándolo completo.

Y los hombros… aún encogidos.

Pero estaba caminando.

Estaba ahí.

Cuando sus ojos se alzaron apenas para verlas, el tiempo se detuvo.

No dijo nada.

No alzó la mano.

No sonrió.

Solo se detuvo frente a ellas.

Y entonces, de su bolsillo, sacó algo.

Una nota.

La sostuvo con los dedos cubiertos por los extremos de su manga.

“Quiero mis onigiris.”

Ayaka sintió que todo el aire que había estado conteniendo finalmente escapaba de su pecho.

Reika sonrió, sin contener la emoción.

—Te los traje —susurró Ayaka, extendiendo la caja.

Él no respondió.

Solo tomó el paquete con delicadeza, como si fuera frágil.

Como si no supiera si podía sostenerlo del todo.

No levantó la cabeza.

No dejó que vieran su rostro.

Aún no.

Pero dio un paso.

Y luego otro.

Y entró por la puerta de la escuela…

dejando atrás, por primera vez en mucho tiempo, el abismo de la soledad.




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