El viento seguía soplando con fuerza sobre la azotea.
Las nubes se movían rápido, como si el cielo mismo tuviera prisa por cambiar de estación.
Ayaka y Reika no hablaban.
Solo compartían el silencio.
Un silencio denso, casi palpable…
El tipo de silencio que nace cuando las palabras sobran y el corazón ya lo ha dicho todo.
Reika miraba el horizonte con la vista perdida.
Ayaka, recostada contra la reja, jugueteaba con un mechón de su cabello mientras pensaba en la reunión con el director Aoyama.
Sus manos aún temblaban un poco. No de miedo, sino de rabia contenida.
Y entonces, el chirrido metálico de una bisagra vieja quebró el momento.
Griiich…
Ambas giraron.
La puerta oxidada del acceso a la azotea se abrió apenas unos centímetros, dejando pasar una ráfaga de aire y un sonido seco de pasos.
Y allí estaba él.
Yuuto Kurosawa.
Con su chaqueta grande, su mascarilla cubriéndole el rostro y la capucha echada hasta casi tocarle los ojos.
Sus dedos, delgados, se aferraban a su inseparable cuaderno negro.
No dijo nada.
Nunca lo hacía.
Pero había algo diferente en su presencia esta vez.
No era solo timidez.
No era solo miedo.
Había algo más profundo, una especie de decisión callada, de fuerza contenida en sus pasos.
Reika lo notó primero.
Ayaka, apenas un segundo después.
Yuuto caminó hacia ellas con pasos lentos, midiendo cada uno.
El viento le revolvía el cabello, pero él no se lo apartó.
Solo se detuvo frente a las dos y, sin dudar demasiado, abrió el cuaderno.
Con tinta firme —aunque las letras delataban cierta ansiedad—, había escrito:
“Se estaban arriesgando demasiado por mí.”
Ayaka entrecerró los ojos.
Reika apretó los labios, observando las manos del chico, temblorosas pero decididas.
—¿Te enteraste? —preguntó Ayaka con voz baja.
Yuuto asintió.
El movimiento fue apenas un gesto leve, como si le costara aceptar que las cosas se hacían por él.
Reika dio un paso hacia adelante, pero se detuvo antes de tocarlo.
Sus ojos grises tenían ese brillo extraño entre la ternura y el enfado.
—No es un riesgo —dijo con voz firme—.
Es una elección.
Como la tuya al venir aquí.
Yuuto bajó la mirada, y rápidamente escribió otra frase, más apretada:
“Solo quería asegurarme de que estuvieran bien.”
Ayaka suspiró, cruzándose de brazos.
Su ceño fruncido era una mezcla de dulzura y exasperación.
—¿Nosotras? —repitió, casi riendo con incredulidad—.
¿Después de todo lo que tú has soportado?
Reika la miró de reojo, captando el temblor mínimo en los hombros de Yuuto.
Él bajó el cuaderno lentamente, como si esperara que cualquiera de las dos lo reprendiera.
Y entonces, sin avisar, Reika dio otro paso.
Esta vez no se detuvo.
—Eres imposible —murmuró.
Y con ambas manos, tomó suavemente su rostro cubierto y le estiró las mejillas a través de la mascarilla.
No con fuerza, pero sí con decisión.
—¡Por ponerte así de idiota otra vez! —exclamó, mientras Ayaka observaba con los ojos bien abiertos—.
Siempre con esa cara de “perdón por existir”… ¡¿Qué hacemos contigo, eh?!
Yuuto se quedó congelado.
Sus ojos —visibles entre el cabello— se abrieron como los de un niño sorprendido.
El tirón leve en sus mejillas lo sacó de ese caparazón donde siempre se refugiaba.
Y, por un instante, el viento pareció detenerse.
Ayaka soltó una carcajada.
Una carcajada genuina, inesperada.
—Reika… no sabía que ese era tu método para animar gente —dijo entre risas.
—No es un método —replicó Reika, soltándolo despacio—.
Es castigo terapéutico.
Yuuto parpadeó, aún confundido, y bajó la mirada.
Sus dedos buscaron su cuaderno como un reflejo, y escribió algo rápido.
“Eso dolió.”
Ayaka volvió a reír.
Reika, sin embargo, se agachó un poco hasta quedar a su altura y habló con voz más suave.
—Entonces recuerda esa sensación.
Porque cada vez que pienses que no vales el esfuerzo…
te volveré a estirar las mejillas hasta que aprendas a mirarnos de frente.
Yuuto levantó lentamente la vista.
Por un instante, sus ojos, de un gris claro casi transparente, se encontraron con los de ella.
Y Reika sonrió.
Una sonrisa leve, pero honesta.
La clase de sonrisa que desarma muros enteros.
Ayaka se acercó también, con las manos en los bolsillos y una expresión que mezclaba cariño y resignación.
—Tú no entiendes lo que haces, ¿verdad? —murmuró—.
Apareces, nos das un infarto tras otro, y luego dices que solo “te preocupabas por nosotras”.
Eres… un desastre, Yuuto Kurosawa.
Yuuto no respondió.
Pero sus hombros dejaron de temblar.
Y en sus ojos se notó algo nuevo.
Paz.
O al menos, el primer atisbo de ella.
Abrió de nuevo su cuaderno y escribió despacio, con letras más seguras:
“Gracias… por no rendirse conmigo.”
Ayaka y Reika intercambiaron una mirada silenciosa.
No había nada más que decir.
El sol se filtraba entre las nubes, bañando la azotea con una luz dorada.
El viento volvió a soplar, pero esta vez no parecía frío.
Porque, por primera vez, Yuuto había subido por voluntad propia.
Y arriba, lo esperaban dos escudos que no lo dejarían caer otra vez