La biblioteca era el único lugar donde el ruido del mundo se apagaba.
Donde los murmullos, las miradas y las etiquetas no podían alcanzarlos.
Entre los estantes polvorientos, tres figuras ocupaban siempre la misma mesa al fondo, cerca de la ventana.
Ayaka, Reika y Yuuto.
La encargada del lugar —una alumna de tercer año de lentes redondos y voz suave— apenas les prestaba atención.
Sabía que no molestaban, y en el fondo, parecía disfrutar de verlos allí, siempre juntos.
Ayaka hojeaba una novela romántica.
Reika, un tomo grueso de filosofía moderna.
Y Yuuto, como siempre, leía en silencio, con el cuaderno a un lado y una pila de libros frente a él.
—Esta historia es más triste de lo que creí —murmuró Ayaka, alzando la vista del libro—.
¿De verdad te gusta esto, Yuuto?
Él levantó la mirada apenas, pensativo, y escribió:
“No me gusta el final.
Me gusta el camino.”
Reika sonrió apenas.
—Típico de ti. —Cerró su libro con cuidado—. Sabes, empiezas a tener frases de protagonista trágico.
Ayaka se rió bajito.
—Sí, pero es verdad. Tiene buen gusto para las historias… ¿no crees?
Yuuto no respondió, pero sus dedos se movieron en el borde del libro, casi nerviosos.
Algo en su expresión, aunque velada por la mascarilla, mostraba que ese tipo de conversación lo relajaba.
Era el único momento donde parecía olvidar el peso del mundo.
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El silencio volvió, pero fue un silencio tranquilo.
El sonido de las páginas pasando, la luz filtrándose entre las cortinas, y el reloj marcando el paso de los minutos.
Hasta que Ayaka, de pronto, habló.
Su voz fue suave, pero directa:
—Yuuto… ¿tu madre te llevó al médico alguna vez?
—¿Eh? —Reika levantó la vista, sorprendida—. Ayaka…
—No lo digo mal —aclaró la presidenta enseguida, al ver cómo Yuuto se tensaba—.
Solo… quiero entenderte mejor.
Tu rostro, tu cabello… es hermoso, sí, pero también… diferente.
Yuuto se quedó inmóvil.
Las manos le temblaban ligeramente.
Su mirada bajó hacia el cuaderno, pero por unos segundos no escribió nada.
Solo respiró.
Ayaka, notándolo, estiró la mano lentamente, tocando el borde de su manga.
—No tienes que decir nada si no quieres.
Solo… quería saber si alguien alguna vez intentó ayudarte.
Pasaron unos segundos.
Y entonces, Yuuto escribió.
Despacio, como si cada palabra pesara toneladas.
“Sí. Me llevaron al médico.”
Reika se inclinó un poco, leyéndolo con atención.
Yuuto siguió.
“Dijeron que era una condición rara.
Algo llamada ‘insensibilidad parcial a los andrógenos’ (PAIS).
En resumen… mi cuerpo no respondió del todo a las hormonas masculinas.”
Ayaka frunció el ceño, sin entender del todo.
Reika, en cambio, asintió lentamente.
—He leído sobre eso. Es una condición genética poco común —explicó con tono calmo—.
El cuerpo produce testosterona, pero no la asimila del todo.
Por eso algunos rasgos físicos se ven más suaves… más femeninos.
Yuuto bajó la cabeza.
Luego añadió, en letras pequeñas, casi temblorosas:
“Empezó cuando tenía unos diez años.
Mi cabello era negro.
Luego comenzó a perder pigmento…
se volvió plateado.
Los médicos dijeron que podría ser algo llamado polinosis parcial, pero… no estaban seguros.
Después de eso comenzaron los cambios físicos, mi cara ya infantil se suavizo, mis manos nunca se hicieron más robustas, incluso mi cintura y piernas son mas delicadas, además…”
Yuuto dudando si decir escribir lo siguiente, temblando pero tras todo este tiempo con ellas demostrando que no se irían, escribió:
“Mi voz es más suave, por eso no siempre uso mi libreta. Y… también tengo un poco de busto (ginecomastia, creo que así lo llamaron), aunque no se note por la ropa que llevo puesta.”
El silencio que siguió fue distinto.
Más denso, pero no incómodo, ambas aun sorprendidas por lo que él había dicho entendieron rápidamente por qué se escondía tanto y el peso que llevo durante tanto tiempo.
Ayaka observó sus manos delgadas, su postura tímida, y sintió un nudo en el pecho.
No de lástima… sino de respeto.
De admiración.
—Entonces… —susurró ella— todo eso que otros llaman “raro” … solo es parte de ti.
Y tú has tenido que cargarlo solo desde niño.
Yuuto no respondió.
Pero su respiración se hizo más lenta.
Como si ese reconocimiento, tan simple, lo hubiese desarmado un poco.
Reika cerró su libro.
—Eso explica mucho —dijo con voz suave—.
No lo que eres.
Sino por qué el mundo no supo verte bien.
Yuuto levantó la mirada.
Los ojos, entre gris y azul, temblaban apenas bajo la luz tenue.
Escribió una última línea.
“Mi madre dijo que no era una enfermedad.
Que solo nací diferente.
Pero a veces…
me pregunto si eso fue una forma de consolarme.”
Ayaka se inclinó hacia él.
Le tocó el brazo, firme, sin miedo.
—No. No era consuelo —dijo con voz decidida—.
Era verdad.
Solo naciste distinto.
Y gracias a eso… estás aquí, con nosotras.
Reika asintió despacio.
Sus ojos, normalmente fríos, se suavizaron.
—La diferencia no te hace débil, Yuuto. Solo… más difícil de entender para quienes no se detienen a mirar más allá.
Yuuto bajó la mirada, y por primera vez en mucho tiempo, los bordes de sus ojos se humedecieron.
No lloró.
Solo respiró.
Entre los tres, el silencio volvió… pero era distinto.
No era el silencio de la soledad.
Era el silencio de tres almas que, por fin, se entendían.
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Desde ese día, la biblioteca ya no fue solo su refugio.
Fue el primer lugar donde Yuuto dejó de esconderse.
Y donde, sin pronunciar una sola palabra,
aprendió que ser diferente… también podía ser hermoso.