La iglesia huele a cera tibia y a hojas húmedas traídas por el viento. Es octubre, y Mullingar parece un pueblo suspendido entre el gris y la fe. Las nubes se mueven lentas sobre las torres, como si el cielo dudara. Yo también dudo. El incienso asciende en espirales y pienso que cada hilo es un pensamiento mío que se escapa, que busca una forma de descanso.
El sacerdote habla, pero su voz se mezcla con el murmullo de los bancos que crujen. A mi lado, mi esposo sonríe con esa serenidad irlandesa que aprendí a imitar sin sentir del todo. Me ajusto el abrigo beige, el mismo que compré cuando llegué aquí, hace cuatro inviernos. El aire que entra por las vidrieras huele a metal y a algo antiguo. El niño que será bautizado llora, y su llanto se derrama por el templo como un eco que no conoce palabras.
Me miro las manos: pequeñas, tensas, cubiertas por un esmalte que comencé a roer desde que supe. Desde hace siete días. Siete días que llevo el secreto entre las costillas, como una semilla que se despierta sin permiso. No lo he dicho a nadie. Ni a él. A veces siento que si lo nombro, el silencio de esta iglesia se rompería, y algo en mí se perdería para siempre.
El agua bendita cae sobre la frente del bebé y yo observo cómo brilla la gota antes de deslizarse. Me recuerda a la humedad en los muros del baño, a esa gota que cae cada noche, exacta, como un reloj que no olvida. Pienso en el cuerpo de la madre, en cómo habrá sentido la primera contracción, el desgarro dulce del nacimiento. Nadie habla de eso aquí. En esta ceremonia, la maternidad es un acto sagrado, limpio, perfumado de incienso. Nadie nombra la piel que se abre, la sangre que corre, el miedo que acompaña la respiración.
Ser madre. Qué palabra vasta, pensé cuando la escuché en la consulta. "Está embarazada", dijo la doctora con una sonrisa suave. Yo miré la pantalla, ese punto blanco parpadeando, y quise entender si era vida o sólo una forma más del azar. No lloré. No sonreí. Me quedé en silencio. Desde entonces, todo en mí se ha vuelto una corriente de pensamiento: ¿qué significa ser madre sin dejar de ser mujer?
Las campanas suenan afuera. Cada repique me hace sentir que el tiempo está tocándome el pecho. El bebé se ha calmado; su respiración se confunde con la del coro infantil. Miro la pila bautismal: piedra antigua, gastada de tantas generaciones que han lavado sus temores allí. El sacerdote habla de pureza. De luz. Y pienso en la palabra pureza como en una frontera. ¿Cuándo una mujer se vuelve impura? ¿Cuando sangra? ¿Cuando ama? ¿Cuando da a luz?
Mi madre decía que la maternidad es una bendición. La mía, allá en Antalya, se levantaba antes del sol para preparar el pan. Nunca la vi quejarse, pero su espalda siempre estaba encorvada, parecía que aún llevara un niño invisible sobre sí. Me hablaba del deber, de la paciencia, de la ternura. Pero yo veía otra cosa en sus ojos cuando me miraba: un anhelo de mar, una nostalgia de sí misma.
He intentado no pensar en ella estos días. Pero en la iglesia, los recuerdos se filtran entre las grietas del pensamiento. Me veo pequeña, observándola colgar la ropa, su falda moviéndose al ritmo del viento. Y me pregunto si alguna vez sintió que dejó de ser mujer cuando me tuvo.
El sacerdote levanta la mano y traza una cruz sobre la frente del bebé. Yo miro mi propio reflejo en el cristal del vitral: los colores se fragmentan sobre mi rostro, azul, rojo, dorado. Me veo dividida. Pienso que mi cuerpo también es un vitral. Transparente en algunos lugares, opaco en otros. Y que dentro de mí crece algo que cambiará para siempre la forma en que la luz entra.
Mi esposo me toma la mano. Su pulgar dibuja círculos pequeños sobre mi piel, intuyendo la marea que se levanta dentro. Él sonríe. Yo también sonrío, porque es más fácil. Pero siento la piel del anillo fría, metálica, una barrera más entre quien era y quien empiezo a ser.
Una mujer delante de mí sostiene a su hija dormida. La niña tiene los labios manchados de leche. La madre la observa con una ternura que duele. Pienso que esa ternura tiene un precio. Que en algún lugar de su vida, algo ha quedado suspendido, como una cuerda cortada. La miro y me pregunto si alguna vez extrañará a la mujer que fue antes.
En Turquía, solíamos decir que cuando nace un niño, también nace una sombra. Nadie la ve, pero acompaña a la madre siempre. Es la sombra de todo lo que ella deja atrás. A veces se adelgaza, a veces se hace grande y oscura. Yo siento que la mía ya me sigue. Aún no tengo vientre redondo, pero ya me siento dividida entre dos voces.
El coro entona un cántico antiguo. En la repetición de las notas encuentro algo hipnótico, casi maternal. Me dejo llevar. Cierro los ojos. Siento el aire húmedo, el roce del abrigo, el peso de las palabras sin decir.
En este país, las madres parecen invisibles. Las veo empujando carritos bajo la lluvia, con paraguas rotos, los ojos perdidos en algo más allá del horizonte. A veces las admiro, otras veces temo convertirme en una de ellas: con el cabello recogido, las manos resecas, la mente en otra parte.
Pero también pienso en la fuerza secreta que deben tener para seguir. En cómo sostienen el mundo sin reclamarlo. Y entonces algo dentro de mí se mueve, un pensamiento tibio, como una brasa pequeña: ¿será que la maternidad no quita la feminidad, sino que la transforma?
El agua del bautizo brilla bajo la luz de la mañana. Pienso en el mar. En el Bósforo. En las olas que separan Asia de Europa. En cómo las fronteras se disuelven cuando se miran de lejos. Quizás la identidad sea eso: un territorio líquido.
El sacerdote pide silencio. Repite palabras que conozco de memoria. Me cruzo de brazos. Siento la respiración volverse un ancla. El bebé llora otra vez, y su llanto se convierte en una oración involuntaria.
Me distrae el movimiento del viento sobre los árboles fuera. Pienso que Irlanda es un país de verdes infinitos y cielos cansados. A veces, cuando salgo a caminar, imagino que el paisaje respira conmigo. Hoy, sin embargo, siento que todo respira por mí. Que la vida entera se ha adelantado y me está esperando.