El aeropuerto de Palma era un hervidero de turistas, un contraste vibrante con la tranquila Valencia que habían dejado atrás. David, con su entusiasmo habitual, tomó la mano de Nuria mientras salían a la cálida brisa cargada de salitre
—¡Ya estamos aquí, mi valenciana! ¿A que esto es increíble?
Nuria sonrió, aunque una punzada de incertidumbre se colaba en su excitación. El aire olía diferente, una mezcla de mar y flores desconocidas.
—Sí, es... diferente —murmuró, observando el ir y venir de la gente con maletas, preguntándose qué les depararía a ellos esta nueva aventura.
Álvaro y Noelia los recibieron con abrazos y una mesa llena de delicias locales.
—¡Bienvenidos a la isla! Esperamos que os guste mucho, —dijo Noelia, su sonrisa genuina y sus ojos brillantes.
Gracias, de verdad. Las vistas desde aquí son espectaculares, respondió Nuria, admirando el horizonte azul salpicado de barcos desde la terraza.
Álvaro le dio una palmada a David en la espalda. —Ya verás, Nuria, te vamos a enseñar los rincones secretos de esta isla. Calas donde el agua es tan transparente que parece que estás flotando en el aire".
"A la mañana siguiente, mientras Nuria recogía los platos del desayuno, el móvil de David sonó con el tono familiar de su madre. Él contestó con un —¿Sí, mamá?. Nuria oyó solo un murmullo antes de que David le pasara el teléfono con un gesto impaciente.
—Es para ti. Nuria cogió el aparato con una sonrisa forzada. —¿Sí, señora? ¡Ay, Nuria, cariño! ¿Ya estáis instalados? Tenía unas ganas de saber de vosotros... Y David, ¿todo bien?
—Sí, señora, todo perfecto, gracias—. Hubo una breve pausa, cargada de una expectativa tácita. Bueno, pues mañana cojo el avión para Mallorca. Así veo cómo estáis y, ya sabes, quiero ver a mi niño que lo echo de menos.
Nuria miró a David, que evitó su mirada, concentrado en su teléfono.
Cuando su suegra llegó al día siguiente, trajo una bolsa de tela grande, rebosante de cosas que seguro que necesitáis, desde un bote de tomate frito de casa hasta un mantel de ganchillo para que no se estropee la mesa. —David, cariño, ¿ya has mirado algo de trabajo, hijo? Con tu experiencia no te costará encontrar algo en los hoteles de la costa.
A Nuria le dedicó una sonrisa que no terminaba de llegar a sus ojos, inspeccionándola de arriba abajo.
—Nuria, cariño, ¿estás bien? Te veo un poco apagada. El viaje os ha cansado, ¿verdad?— Más tarde, para aligerar el ambiente que comenzaba a sentirse pesado, David sugirió ir a tomar algo a un bar cercano. Era un local animado, con música suave y gente charlando animadamente. Nuria, fiel a su naturaleza extrovertida, sonrió al camarero joven y moreno que se acercó a su mesa. —Una Coca-Cola, por favor. Pidió con su acento valenciano.
El camarero regresó con las bebidas, dejando una para cada uno excepto para Nuria.
—Uy, perdona, guapa— le dijo con una sonrisa pícara que le recordó a alguno de sus amigos de Valencia, para ti no hay Coca-Cola'.
Nuria soltó una carcajada, encontrando su humor contagioso. —¡Qué malo eres! Menos mal que no me muero de sed.
David sonrió levemente, más por cortesía que por diversión, mientras la madre de David observaba la escena con el ceño fruncido, sus ojos estrechos analizando la interacción.
—Nuria es muy simpática, enseguida hace amigos —comentó David, intentando aligerar la atmósfera que su madre parecía estar creando con su silencio y su mirada acusadora.
Sin embargo, ella no respondió; sus ojos seguían fijos en Nuria con una expresión que la hizo sentir incómoda. Qué rara es, pensó Nuria, aunque decidió restarle importancia, atribuyéndolo a una posible timidez o a una forma de ser diferente. No le había gustado la forma en que la había mirado, como si hubiera hecho algo inapropiado, pero prefirió no darle vueltas.
Al atardecer, Nuria se apoyó en la barandilla de la terraza, observando el cielo teñirse de tonos naranjas y violetas. La belleza del paisaje no lograba disipar una creciente sensación de inquietud en su interior.
—¿Crees que hemos hecho bien en venir tan rápido? —le preguntó a David en voz baja, esperando una respuesta que la tranquilizara. Él seguía deslizando el dedo por la pantalla de su teléfono.
—Claro, Nuria. Es una oportunidad. No seas negativa.
Ella suspiró, sintiendo cómo la emoción inicial se desvanecía, dejando paso a una creciente incertidumbre y una punzada de arrepentimiento por la ligereza con la que había tomado una decisión tan importante.