Los días en Mallorca se deslizaban con una monotonía sofocante para Nuria. David trabajaba largas horas en el bullicioso hotel de la costa, regresando a casa exhausto y con la mente puesta en la cena y la televisión, apenas notando el silencio cada vez más denso que envolvía a Nuria. La presencia constante de su madre en casa de Álvaro y Noelia se había convertido en una opresión invisible, una sombra que se alargaba sobre cada una de sus interacciones, tiñéndolas de un resentimiento silencioso
A pesar de sus esfuerzos por encontrar un empleo que le permitiera recuperar algo de su independencia y su discreta búsqueda de información sobre la Facultad de Psicología, Nuria sentía cómo una frustración profunda se anidaba en su interior. Cada comentario de su suegra era como una pequeña punzada, recordándole su dependencia actual y la promesa rota de una aventura compartida.
—¿Esto es lo que quería?, se preguntaba a menudo, sintiendo una punzada de nostalgia por la vitalidad despreocupada de su vida en Valencia.
Incluso los escasos paseos que daban juntos David y Nuria se habían convertido en una formalidad incómoda, con la madre de David como una tercera figura omnipresente. Sus conversaciones giraban en torno a la infancia de David, sus logros pasados y las expectativas futuras, dejando a Nuria en un segundo plano, sintiéndose más como una acompañante silenciosa que como su pareja. La posesividad de la madre hacia su hijo era palpable, una barrera invisible que se interponía entre ellos.
Una tarde, David regresó del trabajo con el rostro marcado por el cansancio.
—Nuria, ¿me haces un Colacao? —pidió, dejando caer su mochila con un golpe sordo en el suelo del salón.
Nuria asintió, aunque un suspiro apenas audible escapó de sus labios mientras se dirigía a la cocina. El fregadero, como tantas otras veces, era un testimonio silencioso de la falta de colaboración en el hogar. Preparó la bebida en un vaso alto y estrecho y se la llevó a David. Él frunció el ceño al verlo.
—¿Esto qué es? Aquí no puedo mojar las galletas.
Nuria contuvo una respuesta cortante. —David, no hay vasos limpios. Si quieres otro, puedes fregarlo tú.
Antes de que él pudiera replicar, la voz autoritaria de su madre resonó desde el sofá. —¡Nuria! No seas respondona con tu novio. Tienes que hacer lo que te pida.
Algo dentro de Nuria se quebró. Se giró, enfrentándose a su suegra con una calma tensa que ocultaba una rabia creciente.
—Con todo respeto, señora, yo no soy la criada de nadie. David tiene manos y puede lavarse un vaso si lo necesita.
La madre de David se levantó lentamente, con el rostro enrojecido por la indignación.
—¡Pero qué manera de hablarle a tu novio! En mis tiempos, la mujer se dedicaba a atender a su esposo y al hogar sin rechistar.
Nuria la miró directamente a los ojos, sin ceder. —Pues en mis tiempos, las mujeres trabajamos y esperamos respeto. Y mi madre nos crió a mis hermanos y a mí para ser personas independientes, capaces de valernos por nosotros mismos. Quizás por eso en mi casa no había disputas por quién lavaba un vaso.
Unos días después, Nuria escuchó fragmentos de una conversación entre David y su madre en la terraza al caer la tarde. La voz de David sonaba cansada, casi defensiva.
—Mamá, tienes que entender que las cosas han cambiado. Si algún día Nuria y yo nos casamos de verdad y ella encuentra un trabajo, las tareas de la casa tendremos que repartirlas de alguna manera. No puede recaer todo sobre ella.
La respuesta de su madre llegó fría y categórica. —¡Pero qué ideas tienes, David! ¿Desde cuándo un hombre tiene que meterse en esas cosas? Para eso está la mujer en la casa. —Tú preocúpate de tu trabajo y de traer el dinero, que ella ya se encargará de lo demás.
. Nuria sintió un escalofrío recorrerle la espalda al escuchar esas palabras, una clara confirmación de la mentalidad inamovible de su suegra y la falta de un apoyo real por parte de David.
La tensión en el pequeño apartamento de Álvaro y Noelia era palpable, un silencio incómodo que se cernía sobre cada comida y cada encuentro casual. David evitaba el contacto visual con Nuria, incómodo por el conflicto entre las dos mujeres más importantes de su vida. Esa fue la primera vez que Nuria se plantó, la primera vez que se negó a seguir el guion que otros habían escrito para ella. En ese instante, la grieta en su relación y en su ilusoria vida en Mallorca se hizo más profunda, y la imagen de Nuria en los ojos de su suegra se transformó en la de una amenaza directa a su control.