Ese domingo dormí toda la mañana, hasta que a las 11 hs. me llamó mi madre. Debía levantarme para almorzar e ir a ayudar a mi padre a cobrar entradas al partido de fútbol. Me levanté con pocas ganas porque aún tenía sueño.
Almorzamos rápidamente los clásicos tallarines caseros con tuco de pollo de los domingos y nos fuimos mi padre y yo. De inmediato, armamos la mesa con la caja para cobro de las entradas. Mi padre me ayudaba un ratito y luego me dejaba sola porque él se iba a atender el bar del club.
Cuando era media tarde, llegó una moto con alguien que no reconocí porque venía con el casco puesto. Al sacarse el casco, me llevé una sorpresa. Era Daniel, el chico con el cuál yo había bailado la noche anterior. Me saludó, me pagó la entrada y se fue a mirar el fútbol.
Cuando terminé de cobrar entradas, me fui a mirar lo que quedaba del partido de fútbol. Eso era lo malo de cobrar entradas, pues me perdía la posibilidad de ver los partidos. Me senté junto a otras muchachas a mirar el partido. De pronto, vi que a unos metros, estaba él con mi cuñado conversando y mirando hacia dónde estaba yo.
¡Qué vergüenza sentí! pues no me gustaba que me miraran y encima, que hablaran mirándome. Era evidente que estaban hablando de mi. Al finalizar el partido, y entrar al club, Daniel vino y se despidió de mi y me preguntó si iría al próximo baile. Rápidamente sin vacilaciones, le contesté que no, que había esa vez porque yo quería ir, pero que tenía mucho para estudiar y que no me gustaba salir.
-¡Qué pena! me contestó. Me dio otro beso en mi mejilla y se fue. Sentí algo raro en esa despedida, como un leve dolor de estómago supuse. Enseguida, le pedí a mi padre para irnos porque estaba cansada y al otro día, debía ir al liceo nuevamente y levantarme temprano.