Trevor Watson estaba parado junto al umbral de la ventana de su suite en el Alvear Palace. Contemplaba a los autos pasar por la avenida con sus luces altas encendidas, intentando iluminar el camino a través de la cortina de agua que caía de los cielos. Tenía puesto su esmoquin más elegante, aquel que había comprado en una refinada tienda de París, y una rosa blanca en el bolsillo de su saco, que había comprado en una costosa florería de Recoleta.
Yo sabía que Trevor había estado bebiendo vino porque sobre la mesa de madera que decoraba la suite, había una botella de champagne traída desde el mismísimo Valle de Marne. En la mesa de noche, su vieja biblia esperaba para ser leída.
Trevor Watson estaba a punto de saltar desde su suite en el piso ocho y yo era el único testigo, la única persona que Trevor había permitido entrar en su habitación antes de acabar con su vida.
Más tarde, cuando la policía me preguntó qué había pasado, les dije que Trevor era un británico amargado por su miserable historia de vida y que siempre hablaba sobre saltar de un octavo piso.
—¿Por qué de un octavo piso? —preguntó el policía.
La verdad es que nunca lo supe. Trevor tenía una extraña obsesión por el número ocho. Simplemente, le dije al oficial que Trevor era extraño y que no había manera de saber qué pasaba por su cabeza. Por supuesto que me preguntó qué hacía yo en la suite, pero bastó que le enseñara una carta que el propio Trevor me envió la noche anterior, en la que me citaba para hablar de sus miserias porque yo era la única persona en la que él confiaba. Estaba firmada por él, con su puño y letra.
Compararon la firma con el papel que firmó cuando ingresó a la habitación de hotel el día anterior, y llegaron a la conclusión de que la carta era genuina.
De todos modos, me hicieron preguntas. Y era totalmente legítimo. Después de todo, yo había sido la última persona en verlo con vida. Yo lo había visto saltar. Y seré honesto, jamás pensé que lo haría. Pero verlo caer desde un octavo piso me revolvió las tripas hasta el punto en que tuve que correr al baño a vomitar.
Me llevaron a la comisaría. Recuerdo que era una noche cerrada; las luces de los pocos vehículos que circulaban en esa época apenas alcanzaban a iluminar la calle. Pero no hice objeción alguna porque, ¿quién en su sano juicio iría en contra de la autoridad?
Me senté delante de un gran escritorio viejo, repleto de papeles. Algunos de ellos escritos a mano con tinta negra, otros en blanco. Un lapicero sostenía una serie de lápices con sus afiladas puntas hacia arriba. El policía que se sentó del otro lado de la mesa, tenía un bigote tupido y canoso. Las arrugas en su frente se escondían bajo el humo gris de su cigarrillo. Yo estaba mojado y el caluroso olor del tabaco se agradecía. Estoy seguro de que el hombre leyó algo en mis ojos, porque me tendió un pucho y yo lo acepté, por supuesto.
El policía agarró una de las hojas y leyó en voz alta el nombre de Trevor. Una mueca se dibujó en su rostro.
—¿Me va a contar de dónde salió este gringo?
—Con gusto le contaré todo lo que sé.
La primera vez que vi a Trevor Watson, era un joven adolescente que había llegado en un barco desde el puerto de Liverpool para realizar un intercambio de idiomas. El esposo de su madre quería abrir una empresa vinícola en suelo argentino, pero el idioma le imposibilitaba llegar a buenos acuerdos con los terratenientes locales. El señor que, si mal no recuerdo, se llamaba George. Él estaba demasiado aterrado por dejar su tierra, sus costumbres, su idioma y la comodidad de su lujosa casa en Londres, entonces prefirió enviar al hijo mayor de su esposa con la firme misión de aprender el español sudamericano e integrarse en la cultura argentina.
Mis padres, quienes pertenecían a un estrato de la sociedad pudiente, habían viajado a Londres en varias ocasiones y habían conocido a George en múltiples reuniones de negocios. Fue por eso que, cuando llegó una carta con una estampilla británica, aceptaron la petición de acoger a Trevor en nuestra casa de Belgrano.
Todavía recuerdo el humo del transatlántico, las voces de las personas que bajaban buscando una nueva vida y al muchacho de mí misma edad que aferraba su maleta de cuero inglés con fuerza contra su pecho para evitar obstruir el paso.
Mi padre, Carlos, y yo lo habíamos ido a esperar con nuestro lujoso Fiat que él había adquirido recientemente luego de concretar un gran negocio.
Yo estaba demasiado nervioso. Siempre había querido un hermano, pero mi madre había perdido dos bebés consecutivos y se cansó de seguir intentando. Según lo que me contó mi tía Telma, al poco tiempo de perder su segundo hijo, mi madre visitó a una vieja gitana rumana que le había dado una bebida para cortar su fertilidad. Raro. Pero al parecer había funcionado.
De alguna manera que nunca sabré, Trevor nos reconoció apenas alzó su mirada a la multitud. Quizás George le había mostrado una vieja fotografía en blanco y negro de mi padre o quizás estábamos demasiado bien vestidos en comparación al resto de la gente. Él se acercó tímidamente, arrastrando su gran maleta, que seguro pesaba el doble de lo que el propio Trevor pesaba. Cuando mi padre le preguntó cómo había ido su viaje en su mismo idioma, Trevor sonrió y respondió con una voz demasiado gruesa para el tamaño de su cuerpo.
El viaje en coche hasta mi casa fue largo e incómodo. A pesar de que Trevor lo negaba, parecía haber tomado clases de español peninsular antes de viajar. Había dicho que leía libros en español a pesar de no saber una sola palabra, y por eso podía defenderse en una conversación. Sin embargo, la manera en que pronunciaba ciertas letras o algunas expresiones me recordaba a los inmigrantes españoles que llegaban año tras año en los barcos, escapando de la hambruna de su país.
A pesar de estar en otro país, integrado por la cultura de cientos de personas que llegaban de todo el mundo en busca de un mejor lugar y completamente diferente a lo que él estaba acostumbrado, Trevor se integró bien en la "high society" porteña. Mis padres alardeaban del nuevo amigo de su hijo, el inglés que había venido exclusivamente a quedarse con ellos. Y tanto hombres como mujeres se apiñaban a su alrededor para poder verlo, tocarlo y hablar con él. Los amigos de mi padre, todos nombres representativos en la época, lo invitaban a pasar sus fines de semana en sus quintas: Sol, polo, asado. Las mujeres incitaban a sus hijas a vestirse como Dios manda para conquistar al joven británico que había venido de Londres, y que prometía ser el mejor candidato entre los presentes.
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Editado: 12.06.2025