—¿Y bien? ¿Qué tiene que ver todo esto con el suicidio?
El policía parecía exasperado por mi larga introducción, pero yo no tenía intención de cerrar la boca. Especialmente porque había sido él quien me había escoltado y me había preguntado.
—Fue en esa época que Trevor me contó la primera de sus miserias.
Todo el mundo decía que Trevor y yo éramos tal para cual. No solamente compartimos los mismos pensamientos, compartimos el mismo cumpleaños. Éramos como hermanos gemelos separados al nacer, hermanos de diferentes padres.
El cinco de mayo de ese año, ambos cumplimos quince años y fue la primera vez que vi a mis padres discutir.
—Lidia, ya son hombres —dijo mi padre con su voz ronca, consecuencia del cigarrillo.
—¡Todavía son niños!
La razón de la discusión era una segunda copa de vino que mi padre nos había servido para brindar. Mi madre, que nunca jamás había tenido el valor de cuestionarlo, pues en esa época la mujer tenía que asentir en silencio, pero que había visto a su propio padre y hermano caer en la adicción del alcohol, estaba en contra de que yo bebiera. A pesar de que todos mis compañeros habían probado su primera copa de vino a los once años, yo había tenido que esperar hasta los trece. Mi madre era una visionaria, lo sé. Pero quizás, si ella no hubiese estado tan enfocada en sus encuentros sociales, hubiese advertido que su único hijo se escapaba por las noches junto a sus amigos para ir a jugar al póquer, para ir a observar a un grupo de damas bailar en paños menores y, también, para beber y fumar.
Para ese entonces, una segunda copa de vino era toda una novedad para mí. Y estoy seguro que para Trevor también. Ambos cometimos el error de beberla sin nada en el estómago y, cuando quisimos subir las escaleras en dirección a mi habitación, nos encontramos abrazados a la baranda de madera, soltando carcajadas y con el mundo dando vueltas a nuestro alrededor. Ahora, me pregunto si realmente estábamos ebrios o si había algo de actuación y exageración en nuestras reacciones.
Esa noche, ingresamos en mi cuarto y cada uno se dejó caer en su cama. Recuerdo que me froté los ojos, los cuales todavía no se habían acostumbrado a la oscuridad y, antes de que pudiera pensar dos veces, le pregunté si extrañaba a su familia. Fue el silencio de Trevor el que me dio a entender que había cometido un error. Me giré en su dirección y allí lo vi, boca arriba pensativo, con los brazos cruzados detrás de su nuca.
—No lo sé.
Su español había mejorado mucho desde la primera vez que había tocado suelo argentino y, además, ya había adoptado nuestro acento. Ya no había destellos del tono ibérico con el que había llegado años atrás.
Yo pensaba que la conversación acabaría ahí mismo, y también quería eso. Pero, sorprendentemente, Trevor comenzó a hablar y me contó su más grande pesar hasta ese momento.
Sus padres eran oriundos de Londres. Ambos provenían de una clase media casi inexistente en esas épocas. Él solía trabajar en el ferrocarril que llevaba mercancías desde las fábricas de la capital hacia el sur del país. Ella era la menor de una familia textil; sabía tejer, coser y bordar. Pero lo más llamativo de su madre era su belleza. Trevor la describió como la mujer más hermosa del planeta, algo difícil de creer teniendo en cuenta la cantidad de mujeres bellas (entre ellas Esmeralda) que caminaban por estas tierras. Aunque yo mismo tenía que admitir que Trevor seguro había heredado su encanto de ella.
Se conocieron una mañana de invierno; el padre de Hanna tenía que despachar un traje hecho a medida para un importante abogado de Southampton y el tren era la manera más rápida y eficiente. Le pidió a su hija mayor que lo acompañara. Pero ella se negó, dejando una vacante que fue ocupada por una curiosa y energética Hanna, la cual aprovechaba cada ocasión para salir de su casa y escapar de la aburrida rutina. El hombre que recibió esa prenda en la estación de Londres era Thomas Watson, de veinte años, quien enseguida notó la increíble belleza de la hija del sastre.
Pensó en ella cada noche durante su travesía hacia el sur y, cuando regresó a Londres, buscó la tienda de la familia hasta que dio con ella en uno de los barrios más tranquilos de la ciudad.
Se paseó por la puerta varias semanas, debatiendo consigo mismo si realmente quería ingresar o no. Tenía miedo. Thomas no era un hombre demasiado guapo, o al menos estaba muy lejos de la belleza inigualable de Hanna. Tampoco tenía mucho dinero; era un trabajador de clase media que solía hacer largos viajes manejando una locomotora de un punto del país al otro. Tampoco tenía un apellido con algún renombre o algún as bajo la manga para ganarse el respeto de los padres de Hanna.
Pero no desistió; Thomas siguió pasando por la puerta, pispeando a través del cristal hasta que un día Hanna se fijó en él. La madre de Trevor solía decir que había sido amor a primera vista, pero él sabía que no era así. Su padre había tenido que luchar por ganarse el corazón de Hanna y esto lo sabía porque había encontrado cartas que sus padres habían intercambiado durante esa época.
A Thomas Watson le había tomado un año enamorar a Hanna, pero Trevor me confesó que él creía que su madre se había casado por presión de sus padres. Sin embargo, también era consciente de que, en el poco tiempo que estuvieron juntos, su madre terminó por enamorarse de él.
A veces el destino es cruel, soy totalmente consciente de eso. Pero lo que la vida hizo con Thomas y Hanna fue despiadado. Corría el año 1914 cuando estalló la guerra en Europa y sacudió a los principales países involucrados. Alemania, Austria, Italia, Francia, Rusia e Inglaterra se unieron en diferentes bandos en busca de poder.
En un principio, Thomas estuvo exento de ir a la guerra porque, al estar a cargo del tren, debía llevar suministros bélicos de las principales fábricas a los puertos que partían hacia el continente. Y fue durante ese primer año de guerra que Hanna quedó embarazada de Trevor. Ninguno de los dos estaba preocupado por la guerra; todos creían que sería un conflicto pasajero, que todo terminaría en diciembre de 1914. Pero los meses pasaron y los soldados que habían partido en julio de ese año no regresaron. El gobierno comenzó a reclutar a más hombres que estuvieran dispuestos a dar la vida por su patria. Claro que nadie podía negarse. Era una obligación, no una elección. Y Thomas logró evadir su responsabilidad por casi tres años.
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Editado: 12.06.2025