—¿Y bien?—me preguntó el policía al ver que yo me tomaba una pausa.
Creo que esta vez pensó que yo iba a dejar de hablar, entonces me ofreció un cigarrillo para ponerme cómodo. Lo acepté otra vez, y luego de encenderlo le di una larga calada y me recosté sobre el respaldo de la silla, me crucé de piernas y continué con mi relato.
Faltaban pocos meses para que ambos cumpliéramos 30 años cuando Trevor por fin tuvo una buena noticia. Gracias a un viejo contacto de George, logró obtener una propuesta para comprar un terreno en conjunto con una adinerada familia de San Juan: los Romero.
La carta llegó a última hora del día y fue entregada por un hombre que trabajaba para Ernesto Romero, quien luego sería yerno de Trevor por varios años. Yo tuve la oportunidad de leer la carta y básicamente decía que conocían a George de un viaje que Ernesto Romero había hecho en el período de entreguerras y que tenía ganas de juntarse con Trevor en Buenos Aires. Ernesto se encontraba viajando y lo citaba en una semana en el Café Tortoni.
Trevor apenas pudo dormir todos esos días, se la pasaba caminando por la casa pensando en qué iba a decir y cómo iba a hacer para negociar la propuesta. Esmeralda estuvo a punto de echarnos a ambos de la casa, pero resistió pensando que esta propuesta sería la puerta de salida de Trevor.
El tan esperado día llegó y, luego de estar toda la mañana repartiendo diarios, Trevor volvió a casa, se dio una ducha y se vistió con mi traje, esperando la hora para salir en dirección a Montserrat.
Al volver me contó todo con lujo de detalles, algo extraño de su parte. Por primera vez en años lo vi feliz. Abrimos una botella de vino en su honor y se sentó a mi lado con la copa en la mano. Las negociaciones habían ido de maravillas, Ernesto estaba realmente interesado en compartir un terreno en San Juan y Trevor todavía tenía el dinero de George (aquel dinero que solamente podía usar para la viticultura). Él decía una y otra vez que todo fluyó de manera natural. Ni siquiera tuvieron que discutir sobre porcentajes; ambos llegaron a un acuerdo en cuestión de minutos y el resto del tiempo se la pasaron conversando acerca de la situación política y económica de Europa. Pero había un detalle que Trevor comentó varias veces y que, en el momento que la nombró, yo supe que se había enamorado. Ernesto Romero había llevado a su hija mayor desde San Juan para que conociera Buenos Aires y para que ayudara con las negociaciones (o al menos eso sospecho yo).
Cuando Trevor me describió a María del Valle, lo supe. Una mujer fina, de cabellos oscuros como la noche y unos grandes ojos color miel. Por alguna razón Trevor describía sus manos con mucho ímpetu; parecía como si hubiese estado toda la noche mirando sus largos dedos y pensando en la suavidad de su piel. Me confesó que había hablado con Ernesto para invitar a María del Valle a salir y él había aceptado sin poner condiciones. Obviamente, cuando Trevor me dijo esto, yo le dije que me parecía algo extraño. Iban a ser socios, sí. Pero apenas se conocían.
Trevor salió con María del Valle un viernes por la tarde. Decidió llevarla al Teatro Colón a pesar de que apenas le alcanzaba el dinero para mantenerse y que vivía en nuestra casa gracias a mi bondad.
—Tiene plata para lo que le conviene—me dijo Esmeralda esa noche.
La cita fue muy bien, demasiado bien. Parecía haber una extraña chispa entre ellos. Trevor me dijo que conversaron toda la obra y una señora mayor les chistó tres veces para que se callaran. Al salir del teatro una débil lluvia los tomó por sorpresa y tuvieron que refugiarse debajo de un techo de un puesto de diarios. El cabello de María del Valle se erizó y él tuvo que prestarle su saco para que no se resfriara. Voy a ser sincero, cuando me contaba la historia había un destello de ilusión en sus ojos.
Las cosas fueron demasiado rápidas. Trevor y Ernesto firmaron el acuerdo de compra y adquirieron el nuevo terreno, y esa misma noche Trevor y María del Valle oficializaron su noviazgo en una ceremonia que se realizó en la casa que los Romero alquilaban mientras se encontraban en Buenos Aires.
Cuando regresamos a casa esa noche, Trevor me comentó que quería hablar conmigo. Yo sospechaba lo que me iba a decir, pero de todos modos me hice el sorprendido cuando me comentó que se iba a mudar a una pequeña casa que Ernesto Romero le había regalado por el compromiso de su hija. Viéndolo con el diario del lunes, todo era muy raro. ¿Cómo era posible que un tipo como Ernesto le regala una casa? Los terratenientes como él no suelen hacerle favores a nadie. Y ya sé, conocía a George. Pero, aun así, todo me olía muy mal. Pero tampoco quería matar su ilusión; Trevor parecía realmente enamorado de María del Valle y yo sabía que el compromiso formal era inminente.
Trevor y Ernesto obtuvieron los terrenos, y la producción de vid comenzó en aquellas tierras cercanas a la cordillera. Como Trevor no quería irse de Buenos Aires, él amaba la metrópoli argentina, Ernesto quedó a cargo de la gestión presencial y Trevor se encargaría de la exportación y el nexo con el puerto de Buenos Aires.
En un principio comenzó a ir bien, demasiado bien. Las uvas que salían de aquel terroir eran perfectas para la producción de vino. Tenían la exacta proporción de azúcar y acidez, y los vinos comenzaron a hacerse famosos en la región. Y la cuenta bancaria de Trevor comenzó a inflarse a una velocidad que nosotros jamás habíamos visto en nuestras vidas. Tengo que admitir que sentí un poco de envidia. Nosotros siempre habíamos ido a la par y, por primera vez, comenzaba a sentirme dejado atrás por Trevor.
Pero él no se olvidó de nosotros. Solía venir a casa con regalos costosos para mí, Esmeralda y Teresa. ¡Hasta llegó a comprar un caballo de raza para Teresa! Por supuesto que lo tuvimos que dejar en el campo de la hermana de mi madre en Mercedes.
—Qué generoso—dijo con sarcasmo el oficial, y al ver que mi cigarrillo se acababa, me ofreció otro. Por supuesto que acepté; después de todo, no era yo quien los había pagado.
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Editado: 12.06.2025