La Miserable Vida de Trevor Watson

Capítulo 8

Cuando el policía se giró para mirar el reloj que había en una de sus paredes, supe que quería dar por terminada la interrogación. Pero el ser humano es curioso por naturaleza, y había algo que estaba carcomiendo la mente del hombre desde hacía varios minutos.

—¿Qué pasó con los hijos?

Estuve a punto de soltar una leve sonrisa. No porque la situación lo ameritara, sino porque me dio gracia como un oficial de la policía prefería escuchar historias sobre las miserias ajenas en lugar de salir a atrapar malhechores.

—¿Usted tiene hijos, oficial? —pregunté sin quitar mis ojos de él.

—Por supuesto.

—Entonces sabrá que no es fácil ser un padre de familia.

Él me contempló en silencio y al cabo de unos segundos, asintió. Yo había dejado ese tema para el final de la historia porque todo mal padre quiere escuchar sobre historias de padres ajenos con el objetivo de convencerse a sí mismo de que no es tan mal padre.

Todo comenzó cuando nació su primera hija. Graciela era una niña risueña. Era idéntica a su madre, pero algo tímida como Trevor. Se hizo amiga de mi Teresa al poco tiempo de empezar a caminar. Ambas eran dos niñas de casi la misma edad que venían de casi el mismo círculo social. Recuerdo que Trevor se había negado a hablarle en inglés; no quería que su hija tuviera que cargar con la estúpida herencia familiar que él rechazaba. En su momento, yo le había dicho que era una estupidez, que si el día de mañana ella quería viajar a Inglaterra no tendría herramientas para comunicarse. Y él me había respondido que quién querría viajar a un país arrasado por una guerra atroz.

Yo creo que en su mente tenía miedo de que su hija viviera la misma historia que su madre. Enamorarse de un hombre británico reclutado por las fuerzas armadas y enviado al muere en Europa continental. O quizás tenía miedo de que su familia le hiciera algo, no lo sé.

Estaba seguro de que Trevor sería un buen padre, yo lo había visto desarrollar una relación muy cercana con Teresa y sabía que tenía el potencial necesario para hacer un buen trabajo con su hija. Sin embargo, estaba equivocado. Una cosa es cuando estas con el niño unas horas y otra, cuando tienes que estar cuidando de él día y noche. La paciencia y el cansancio comienzan a carcomer tu cabeza.

Graciela lloraba mucho. María del Valle vivía quejándose de que la niña no se calmaba y recuerdo que siempre era un tema de conversación en mi cocina. Esmeralda intentaba darle consejos sobre alimentación, horas de sueño o incluso canciones infantiles. Pero nada de eso servía. Teresa jamás había tenido problemas de esa índole, por lo que nosotros tampoco estábamos seguros de qué decirle.

Creo que nuestra experiencia con Graciela “la llorona” (como secretamente la llamábamos Esmeralda y yo) nos bastó para darnos cuenta de que no queríamos tener ningún otro hijo. Y a pesar de que Teresa insistió con un hermano, la escasa relación entre nosotros dos jamás lo concretó.

Recuerdo que en esa época Trevor se veía realmente cansado. No solíamos hablar mucho. Para entonces yo estaba comenzando mi nuevo trabajo, luego de tener que rogarle a mi padre para que me perdonara. Estaba demasiado enfrascado en lo mío.

Creo que ni Trevor ni nadie vio venir que María del Valle quedara embarazada al poco tiempo de que Graciela nació. Pero a diferencia del primer embarazo, este fue algo complicado. Hoy los médicos lo llamarían de riesgo.

María del Valle estuvo a punto de perder el niño en varias ocasiones, se la pasaba yendo y viniendo del hospital. Trevor la solía acompañar, pero también debía cuidar a Graciela. Había contratado a una mujer para que los ayudara con los quehaceres de la casa. Pero la niña lloraba todo el día porque quería ver a sus padres y las niñeras renunciaban porque no soportaban los gritos de Graciela.

Los nueve meses transcurrieron de esa manera. Yo no estaba muy al tanto de toda la situación; lo poco que sabía era porque oía a Esmeralda hablar con María del Valle o contándole la situación a otra de sus amigas mientras tomaban el té en mi casa (para ese entonces y gracias a mi nuevo trabajo, mi mujer ya no se avergonzaba más de las condiciones en las que vivíamos y comenzó a invitar a sus amigas nuevamente).

Cuando Daniel nació, los médicos no le dieron buenas noticias a Trevor y María del Valle. El pequeño era demasiado frágil y un solo resfriado podría ser mortal.

Estoy seguro de que ambos hicieron lo mejor para cuidar la salud de su hijo. Pero Daniel no llegó al mundo en un buen momento. Trevor perdió todas sus inversiones por culpa de una plaga y las cosas empezaron a escasear en la casa de los Watson. Trevor ya no podía permitirse comprar el diario todos los días, la comida se volvió prioridad. Pero su salud mental comenzaba a deteriorarse y por eso tuvo que realizar varias consultas en el hospital donde yo conocí a Analía.

Daniel falleció una noche de julio. Hacía un frío terrible y tuvimos que envolver a Teresa con varias capas de abrigo para que ella no se enfermera. Tuve que prestarle el mausoleo de mi familia para que pudieran enterrarlo en un lugar digno; era imposible llevar el cadáver hasta San Juan y tampoco tenían el dinero para costear semejante viaje. Estar de pie en la frescura de la mañana, contemplando como mi mejor amigo enterraba a su hijo, fue una de las cosas más dolorosas que tuve que ver en mi vida. Todavía recuerdo los llantos de María del Valle, mientras ocultaba su rostro con un suave paño de tela. Ese día Esmeralda y yo nos tomamos de la mano, algo que no hacíamos hacía mucho tiempo. Creo que en ese momento nos dimos cuenta de que a cualquiera puede pasarle algo tan espantoso como eso y teníamos que agradecerle a Dios porque nuestra hija estuviese sana y a nuestro lado.

Cuando volvimos a casa, yo no podía dejar de pensar en cómo Trevor iba a superar toda esa situación. Él estaba cayendo a un pozo muy oscuro y, al parecer, no estaba sabiendo salir de ahí.




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