Mis pensamientos se arremolinaban en mi cabeza, como un torbellino sin rumbo. Tanta confusión en un solo instante. Perdido en el horizonte buscaba una escapatoria, una salida a ese pensar que me consumía. Solo deseaba que todo volviera a la normalidad. No entendía por qué se había vuelto tan importante lo que le sucediera a alguien a quien apenas acababa de conocer. Pero había algo de lo que estaba seguro: debía existir un porqué, y también una solución para sus lágrimas.
Los minutos se alargaban como si fueran horas. Por primera vez en mi vida quería estar en cualquier lugar, menos en una cafetería. Frente a mí estaba Verónica; su enorme sonrisa me arrancaba del remolino de pensamientos. Ella estaba tan hermosa que decidí, al menos por un instante, olvidar a Natasha y lo que había pasado horas antes.
—Joe, vi un cartel cerca de aquí, de un circo. ¿Sabes? Deberíamos ir… ¿te gustaría?
—Uhmm, por supuesto. Dime cuándo lo tienes en mente.
—Este sábado. Esta semana estaré ocupada con la universidad, y además mi padre anda muy estricto con mis salidas. Hoy me escapé —dijo, bajando la voz como si confesara un secreto.
—Procura no molestarlo. Prometo ir pronto a saludarle y pedirle disculpas por ser un mal enamorado —le respondí con sinceridad, sintiendo la culpa clavarse en mí.
—Amor, ¿estás bien? Te noto distraído.
—No… bueno, sí. Tengo unas pequeñas deudas que cubrir.
—Puedo ayudarte a pagarlas, tengo un dinero extra del trabajo.
—No, cariño, tranquila. Lograré solucionarlas.
—Insisto, luego me lo devuelves —su mirada dulce terminó por convencerme.
Tras un rato de charla, salimos a caminar por la ciudad. Pasamos frente a una librería y entramos. Entre estantes y títulos de todo tipo, Verónica terminó eligiendo una novela de ángeles titulada Oscuros.
Casi a las cuatro de la tarde, ella tomó el metro de regreso a casa. Debía terminar sus tareas y no quería entretenerla más. Yo caminé sin rumbo fijo hasta el parque, donde la señora del tarot seguía en su pequeño puesto. Me acerqué, inseguro.
—Buenas tardes, ¿quisiera saber algo?
—¿Sobre tu destino? —respondió ella con voz grave.
—Algo así.
—No es bueno saber demasiado. Es mejor que sigas tu camino y decidas con sabiduría en el tiempo que te toque.
Sus palabras me dejaron pensativo. ¿Qué buscaba realmente? ¿Un destino escrito en cartas? ¿O solo la excusa de pensar en Natasha? Con una sonrisa forzada, me despedí y regresé al edificio.
POR LA NOCHE
Encerrado en la bañera, mientras el agua golpeaba mi cabeza, inventaba excusas para poder ver a Natasha. Pero me detenía: tenía a Verónica, la amaba con todo mi corazón, ¿entonces por qué empezaba a gustarme alguien a quien apenas conocía?
Ordené el desastre de mi cuarto: libros apilados, hojas sueltas, restos de comida y basura acumulada como si el lugar llevara semanas sin vida. Luego salí a la tienda más cercana. Eran las ocho y el vecindario estaba lleno de voces: vecinos con gaseosas, otros conversando, niños corriendo tras un balón. La noche, alegre como siempre.
Y entonces la vi.
Natasha.
Su ropa deportiva, el cabello recogido en una cola de caballo, sin sus lentes. Radiante, tímida, encantadora. Caminamos uno hacia el otro, esquivando la multitud de niños.
Sus labios, iluminados por la lámpara de la calle, parecían dibujar la curva de un corazón. Sí, era un pensamiento cursi, absurdo… pero imposible de ignorar.
Yo sostenía una bolsa con pan y golosinas; ella, un pequeño pastel. Jamás le había preguntado su edad. Supuse que sería de la mía.
Y como siempre, mi torpeza habló primero:
—¡Pero no es mi cumpleaños! —me maldije en silencio.
—Lo sé, es para alguien más… —respondió, bajando la mirada.
—Oh, ¿es tu cumpleaños? —quise golpearme la frente—. Perdón, debí… debo darte un obsequio.
Sus mejillas se tiñeron de rosa. Sin pensar, corrí hacia un bazar y compré un pequeño muñeco estilo chibi, un Principito. Al regresar, ella seguía allí, sentada con su pastel intacto.
—Hey, perdona lo de hace un momento —dije, rascándome la cabeza.
—Tranquilo, fue repentino. Toma asiento, que no vas a crecer más —respondió con picardía.
—Jajaja, ok, eso fue muy sarcástico.
—Sí —rió, cubriéndose el rostro.
—Perdona la curiosidad, ¿cuántos años cumples?
—Veintiuno.
—Oh, ¿en serio? Yo tengo diecinueve… bueno, casi veinte.
—La edad no importa, Joe.
Conversamos un rato sobre anécdotas de la infancia, unas graciosas, otras tristes. Noté que, pese al enfrentamiento con su madre días atrás, Natasha conservaba esa serenidad que tanto me intrigaba.
Caminamos de vuelta al edificio. La noche se volvió fría y, como en un cliché de película, la cubrí con mi abrigo.
EL SÁBADO
Fui al circo y compré dos entradas para la función. El vendedor, un hombre que hablaba con gracia, me hizo pensar que debía ser un payaso.
Los días pasaron rápido. Me vi tanto con Verónica como con Natasha. Con Verónica, las charlas eran más distantes; con Natasha, descubríamos libros y autores.
Llegó el sábado. La mañana se arrastraba entre la ansiedad. Llamé a Verónica. Contestó entre ruido de música y voces.
—Lo siento amor, fue improvisado, es el cumpleaños de una amiga. Prometo compensarte.
—No te preocupes, diviértete.
Colgué antes de escuchar lo que intentaba decirme. Sentí la rabia hervir. Intentó llamarme dos veces más, pero no contesté.
Salí a despejarme. En las gradas del edificio, junto a la ventana que daba a la ciudad, estaba Natasha, con audífonos, perdida en el horizonte. Traté de pasar desapercibido, pero me descubrió.
—Siento que huyes de mí —dijo, llevándose las manos a la cintura.
—No es eso… solo no quiero molestarte.
—Relájate, chico, no pasa nada.
Sonrió y con un gesto comenzó a caminar cuando recordé las entradas en mi bolsillo.
—Espera… ¿quieres ir al circo? Está cerca.
—No estoy vestida para salir.
—Solo necesitas un abrigo.