El frío de la mañana me abrazaba con la rutina de siempre. Caminé hasta la cocina, bebí un vaso de agua y regresé a mi habitación. Sentía cómo las fuerzas se me iban escapando poco a poco. No solo habían pasado ya tres largas semanas desde aquel malentendido con Verónica, sino que desde entonces ella no respondía ni a mis llamadas ni a mis mensajes. Admito, con toda honestidad, que hablar con sus padres me causaba un terror irracional.
En ese tiempo tampoco había logrado disculparme con Natasha. Cada vez que coincidíamos en el pasillo del edificio o en la universidad, la evitaba… igual que ella me evitaba a mí.
(…)
Ese miércoles fue terrible. La gripe me golpeó con fuerza y, tras arrastrarme hasta la farmacia, lo único que me dieron fueron unas simples aspirinas. Mis padres pensaban que era un resfriado común; si les contaba la verdad, se instalarían en mi apartamento todos los días, y no podía permitirlo.
Revisé mi celular con la vana esperanza de encontrar una respuesta de Verónica. Nada.
Esa noche, entre sueños, abrí los ojos. No recuerdo mucho después de haber tomado el celular, supongo que me venció el cansancio. En medio de mi visión borrosa alcancé a distinguir una silueta sentada a mi lado, sosteniendo un pequeño libro bajo la tenue luz de una lámpara. Creí que era una alucinación y volví a hundirme en los sueños.
El calor de la habitación y un aroma proveniente de la cocina me hicieron despertar de golpe. No era un delirio: alguien estaba allí. Quizás mi madre, preocupada, había decidido aparecer de improvisto… o tal vez Verónica, aunque ella nunca había tenido mucha habilidad en la cocina.
De mi frente cayó un pañuelo húmedo; junto a la cama había un recipiente con agua. No recordaba haberlos puesto allí, pero gracias a eso la fiebre había cedido un poco.
Me levanté tambaleante y fui hasta la cocina. Al verla, mis ojos casi no lo creyeron: llevaba un delantal, su cabello recogido en una coleta, y esos lentes pequeños, algo torcidos, enmarcaban su rostro blanco y pecoso.
—Fuiste un tonto descuidado —dijo Natasha, sin girar a mirarme, mientras removía algo en la estufa.
—¿Qué sucedió? Perdona si te causé molestias… —pregunté con vacilación.
—Tenías una fiebre altísima. Cuando abriste la puerta casi caes encima de mí… me asustaste mucho. —Se cruzó de brazos y, al sonrojarse, añadió—: Será mejor que vuelvas a descansar, la cena estará lista pronto.
—Gracias… de verdad. Siento que me veas en este estado.
—No te preocupes —dijo, esbozando una sonrisa traviesa—. Por cierto, bonitos calzones de Pokémon.
Sentí que me ardía la cara.
—¿¡En serio los viste!? —me cubrí el rostro entre risas nerviosas—. Fueron un regalo de Verónica… y, bueno, están limpios.
La conversación fluyó un rato entre risas incómodas. Yo me senté en el pequeño comedor, observándola entre la estufa y un libro abierto a un lado. Era la segunda noche que Natasha pasaba en mi apartamento. Me sentía nervioso, pero también tranquilo con su presencia. Aun así, el miedo de perderla —como ya estaba perdiendo a Verónica— me atormentaba.
Entonces ella habló en voz baja:
—Lamento haberte causado problemas con tu novia… intenté hablar con ella, pero temí que te molestara.
—Nath, gracias por estar aquí, por animarme y por esta cena… No pasa nada malo.
—Eh… de nada, pero…
—Mañana iré a su universidad. Quiero hablar con Verónica y aclararlo todo.
—Me parece bien. Y si puedo, también me disculparé.
—Te lo haré saber.
—Gracias. Bueno, ya es tarde… debo irme.
La noche era fría, mágica en cierto modo, con ese aire de misterio que acompaña las decisiones importantes. Y aunque mi corazón me gritaba que no debía perder a Verónica, también sentía el peso de lo que callaba. Como un niño ansioso, esperé la mañana.
(…)
La mañana llegó con un nudo en el estómago. Sentado en un banco de la estación del metro, movía los dedos con el mismo nerviosismo que aquel día en que recibí la carta de ingreso a la universidad. Observaba a las parejas: algunas tomadas de la mano, otras caminando juntas en silencio, como si ocultaran su afecto.
Cuando el tren llegó, me subí con un único propósito: disculparme. Y, si no bastaba, al menos hacer el último esfuerzo por que Verónica me escuchara.
Puse mis audífonos. Una canción melódica empezó a sonar. Verónica siempre había sido fanática de Daft Punk, y había decidido que Instant Crush sería “nuestra canción”. Cuando le pregunté por qué escoger algo tan nostálgico, me respondió con su aire misterioso: “Porque es algo que no somos, no seremos… pero lo fuimos”.
El campus me recibió con sus corredores llenos de miradas, algunas curiosas, otras indiferentes. Mis manos sudaban. Al llegar a la facultad, dos amigas de Verónica me miraron sorprendidas.
—Hola, chicas. ¿Han visto a Verónica?
—Eh… no, seguro ya se fue a casa —respondió una, nerviosa.
—Qué raro, a esta hora suele estar aquí.
—Sí… supongo.
Iba a marcharme cuando escuché un comentario al azar de un chico que se unía al grupo:
—¿Vieron a Leo llevando a Verónica de la mano hasta los baños de la facu?
Me quedé helado.
—¿Dijiste Verónica? —intervine con la voz temblorosa—. ¿Dónde están esos baños?
—¿Y tú quién eres?
—Soy su novio.
—Entonces, hermano, será mejor que te vayas si no quieres salir lastimado.
Apreté los puños, pero avancé. Una de las amigas me siguió en silencio hasta un pasillo, y antes de llegar intentó detenerme.
—Te puedo explicar…
—No necesito escucharlo.
Ella se plantó frente a mí, casi suplicando:
—Por favor, vete. Luego podrás hablar con ella.
La aparté con cuidado y seguí.
En un pequeño corredor, allí estaba: Verónica, subida a un escalón, sus manos rodeando el cuello de un chico más alto que yo. Su mirada brillaba en la sonrisa de él. Un suspiro se me escapó sin querer, y en ese instante ella me vio.