Caminaba como un niño sin rumbo, sosteniendo aquella pequeña mano tibia y temblorosa. Nath avanzaba con prisa, como si intentara escapar de un mal presagio, de recuerdos que todavía la perseguían. Su mirada se perdía en un abismo lejano y lágrimas, como destellos de estrellas, descendían por sus mejillas.
La avenida estaba viva: tiendas coloridas, pequeños restaurantes, aromas que nos envolvían y distraían por instantes de aquel silencio incómodo. Caminamos hasta un centro comercial, mientras la noche caía lentamente.
—El tiempo avanza distinto, ¿verdad? —rompí al fin el silencio—. Parece que caminamos solo un par de horas, pero ya casi son las siete.
—Sí, creo que sí —respondió. Su mirada regresó a mí, y por un momento me sonrojé.
—Nath… ¿puedo preguntar qué pasó?
—Hay cosas que es mejor mantener bajo llave. No es el momento —susurró—. Quizás otro día.
—Entiendo, perdona…
—No pidas disculpas. Las preguntas siempre buscan su momento de respuesta. Somos curiosos por naturaleza.
Intenté sonreír. El olor de la comida la delataba y decidí distraerla.
—¿Quieres cenar algo? Sé que tienes hambre.
Ella bajó la cabeza, sonrojada.
—¿Soy tan obvia?
—Un poco —dije entre risas—. Vamos.
Cenamos hamburguesas con papas, nada lujoso, pero suficiente para borrar por instantes la melancolía de su rostro. Luego seguimos nuestro camino por la avenida de la Universidad, un sitio seguro y concurrido por estudiantes. Nath caminaba con las manos tras la espalda; en la penumbra, su vestido la hacía parecer un hada pequeña.
Nos detuvimos frente a una tienda de objetos chinos, y noté una marca en su mejilla: huella silenciosa de un golpe que la vida le había dejado. Junto a la tienda había una librería; Nath se quedó observando los libros del exhibidor.
—Lo extraño… —murmuró.
—¿Perdón?
—Un libro. Hace dos años lo perdí —confesó—. Pequeño, rosa… se llama Esos ojos.
Guardé silencio, con una vaga sensación de haberlo visto en otra parte. Minutos después llegamos al edificio. No quise cruzarme con su padrastro, así que nos despedimos en la entrada, casi con timidez infantil.
Al volver a mi apartamento, el frío y la soledad me alcanzaron. Las lágrimas regresaron y, en silencio, dejé escapar la rabia contenida. Solo pensaba en destrozar todo… pero la imagen de Natasha siempre me detenía.
Al día siguiente desperté con un vacío aún mayor. ¿Sería por Verónica? Para distraerme encendí YouTube, pero recordé el libro perdido de Nath. Entonces, algo me golpeó la memoria: hace más de dos años, una muchacha se quedó dormida a mi lado en el metro, con un libro rosa entre sus manos.
Corrí al librero. Allí estaba: Esos ojos.
Lo abrí con cuidado. De su interior cayó un dibujo: el retrato de una chica, trazado con tanta perfección que durante meses se había convertido en mi musa. Al desplegar la hoja, mi corazón se detuvo. La figura del papel era Natasha.
Con el libro y el dibujo en mano, casi sin vestirme, salí a buscarla. Toqué su puerta varias veces, pero nadie respondió. Desesperado, acudí al guardia del edificio.
—Don Marcos, ¿vio salir a Natasha esta mañana?
El hombre asintió con seriedad.
—Dejó algo para usted. Una carta.
Mis manos temblaban al abrir el sobre. En la hoja, con tinta celeste y letra delicada, Nath escribía:
12 de junio
Hoy amanecí con una sonrisa. Siempre creí ser una persona apagada, fría hacia el mundo. Muchos se aprovecharon de esa inocencia que yo misma fabriqué. De niña soñaba con tener un poni, viajar a Disneyland con mis padres… pero la vida fue dura y cruel cuando lo que más amaba partió.
Mamá decía que papá estaba en un lugar hermoso, componiendo canciones y cantándolas a quienes él más admiraba.
Cuando te conocí, algo en mí comenzó a cambiar. Tuve miedo y quise alejarme, pero no pude. Siempre había una razón para platicar contigo. Te volviste parte de mi vida, y deseo que nunca te alejes, aunque me sienta rota por dentro.
Nunca cambies ese carisma que te hace tan especial.
Chico misterioso del piso catorce.
Sonreí, casi incrédulo. Ella me llamaba chico misterioso, como yo a ella chica misteriosa. Pero mientras releía, un vacío me atravesó el pecho. Sentí la necesidad de correr tras ella, de detenerla.
Entonces, una voz conocida me sacudió:
—¡Ni lo pienses, Joel Castillo!
Giré, y allí estaba. Con su cabellera recogida en dos coletas, un jean negro, chaqueta de cuero y un paraguas chorreando lluvia. Su mirada era una advertencia.
—No, Joel. Sé lo que piensas, y voy a detenerte.
—¡Tú! ¿Qué haces aquí?
—¿Acaso no puedo visitar a mi hermanito? Sé lo que pasó con Verónica, por eso vine.
—Gracias, pero no necesito tu consuelo.
—No crucé media ciudad para consolarte, sino para detenerte. Y más cuando te veo con esa cara de huir.
—Eres rara, lo sabes.
—Soy tu hermana. Y sé que esa mirada no es por Verónica. Es por otra chica. Así que tenemos mucho de qué hablar.
—¿Qué quieres saber?
—Todo. Vamos a tu apartamento. Me estoy congelando.