La Misteriosa Chica Del Piso 14 - Finalizado (corrección)

CAPITULO OCHO – ¿LA VERDAD OCULTA ALGO PEOR? (Capitulo reescrito)

Abrí los ojos con dificultad. Todo mi cuerpo temblaba, sacudido por el frío que calaba hasta los huesos. Llevé una mano al rostro, intentando detener el hilo de sangre que resbalaba por una cortada en mi mejilla. Cada movimiento dolía. Me incorporé como pude y avancé tambaleante por un callejón oscuro, sin rumbo, perdido entre la penumbra y el eco de mis propios pasos.
En mi mente solo persistía la imagen de ella… esa mirada que había dejado escapar por mi indecisión.

Catorce horas antes…

El día había comenzado con una visita inesperada. Charlotte.
Había viajado a Italia el año anterior para continuar sus estudios, y desde entonces apenas supe de ella. Nuestras pocas conversaciones siempre fueron breves, casi frías; como si el océano entre nosotros hubiese crecido más allá de la distancia real. Desde aquella tarde, cuatro años atrás, en que perdí el control y golpeé a su novio, todo cambió. Nunca soporté la manera en que él la trataba, aunque ella lo negara una y otra vez.

Su repentina presencia en mi vida se sentía como una trampa. Sabía lo que significaba: problemas, discusiones, preguntas incómodas. Charlotte no me dejaría en paz, inventaría cualquier excusa con tal de tenerme a su lado. ¿Era acaso un plan de Verónica? ¿De mi madre? No quise arriesgarme a preguntar.

La idea de salir corriendo cruzó mi mente, pero hacerlo solo empeoraría las cosas. Así que respiré hondo y la seguí hasta mi apartamento.

—Dime, ¿qué pasó? ¿Por qué no estás con Verónica? —preguntó apenas cerramos la puerta.
—¿Acaso debo darte explicaciones de mi vida? —le respondí con desgano.
—Hey… tú nunca me contestabas de esa manera —dijo, acercándose, con las manos firmes sobre mis hombros.
—Te fuiste hace un año sin un adiós, y ahora vuelves a reclamarme lo que hice. Qué irónico, ¿verdad, hermanita? —le aparté las manos y caminé hasta la cocina, fingiendo buscar agua en un vaso vacío.
—¿Estás bien? —preguntó, observando el desorden de mi habitación.
—¿De verdad me veo tan mal como para que me hagas esa pregunta? —intenté cortar la conversación.
—Quiero ayudarte. Podemos hablar… incluso de Vero.
—Creo que deberías irte, tengo cosas que resolver primero —mentí, sin fuerzas para enfrentar ese tema.
—Al menos dime cómo es ella —dijo de pronto.

La miré fijamente. ¿Hablaba de Natasha? ¿O lo intuía?

—¿Quién?
—Entonces sí hay alguien. Dime cómo es. Quiero saber si es una buena persona.
—¿De qué importa? Métete en tus propios asuntos, Charlotte.
—¡Déjame acompañarte! Eres mi hermano y sé que puedes hacer cualquier tontería.
—¿Te dijeron algo?
—Solo que golpeaste a un tipo… nada más.
Guardé silencio, apretando los dientes. No podía permitir que se involucrara.

—Escúchame —le dije alzando la vista al techo—, yo lo resolveré. Te lo pido: no te metas.

Sabía que insistiría, que haría hasta lo imposible por seguirme. Pero entonces, como una campanada de auxilio, llegó un correo de la universidad: debía presentarme en la facultad a las once de la mañana.

“Es el momento perfecto”, pensé.

—Debo irme a la universidad —le dije—. Dile a mamá que hablaré con ella, que responderé a sus preguntas… incluso a las tuyas. Pero hoy no. Hoy no es el momento.
—Qué terco eres… pero está bien. Te esperaré en casa. Aún me queda una semana antes de regresar a Italia.
—Cuídate, Charlotte.
—Joe… —dudó un segundo, como si quisiera decir algo más—. No importa. Hablaremos luego.

Me marché con la sensación de haber escapado de una jaula.

El día avanzaba sin dirección. Apenas sabía nada de Natasha: nunca supe dónde vivía, ni siquiera había logrado conocerla a profundidad. Siempre fuimos torpes al momento de hablar, tímidos. Pero algo dentro de mí me empujaba a buscarla, como si el tiempo se agotara.

Tomé un taxi y en menos de una hora estaba frente a la facultad de arte. Busqué entre rostros conocidos, pregunté con ansiedad, pero todo parecía en vano. Entonces la vi: una chica distinta a las demás, con un aire clásico y una vestimenta que parecía de otra época. Sin pensarlo me acerqué y le pregunté por Natasha.

(...)

Dos horas después aún recordaba la risa ligera de aquella chica que, entre bromas, terminó dándome una dirección. Más confusa de lo necesario, pero suficiente.

Llegué a la terminal de autobuses y emprendí el viaje hacia una ciudad distante. El trayecto duraría seis horas. No llevaba demasiado dinero, así que me conformaría con pasar la noche en un motel barato.

(...)

Cuando el autobús se detuvo ya era de noche. El frío era insoportable y el cansancio me pesaba en los párpados. Me recomendaron un lugar para dormir, a cinco cuadras de la estación. Antes de llegar, el hambre me obligó a desviarme.

Encontré una cafetería nocturna, modesta y algo sombría. Aun así, entré. Una joven alta, con el cabello recogido en una coleta, me atendió con amabilidad. El menú era pobre, pero acepté huevos fritos con tocino, pan y café.

El aroma del café caliente me envolvía cuando la campanilla de la puerta sonó. Cuatro hombres entraron, con gorras y chaquetas demasiado pesadas para la ocasión. La mesera se acercó a ellos sin titubear, como si fueran clientes habituales.

No les presté atención hasta que mi mirada se cruzó con uno de ellos. El corazón me dio un vuelco. Era él. El padrastro de Natasha.

El ambiente se tensó. Bajaron la voz, me observaron de reojo. La incomodidad se volvió amenaza. Algo me gritaba que debía irme. Dejé tres billetes sobre la mesa y salí con paso rápido.

La noche era cada vez más silenciosa. El aire helado se clavaba en la piel. Sentí un golpe brutal en las costillas, seguido de otro que me cortó la respiración. Caí de rodillas, mareado. Tres siluetas me rodeaban, descargando puños y patadas sin piedad.

—Vámonos —escuché decir a uno—. Este crío no se moverá hasta mañana. El frío hará el resto. Dirán que fue un asalto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.