La Mujer Del Patrón

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 5

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—¿Qué me estas diciendo? —preguntó asombrado.

Mauricio siempre había sido un poco fantasioso, gustaba de gastarle bromas a su amigo y también de inventar cuentos donde ellos eran los héroes. Pero que la mismísima hija del patrón se le hubiera presentado a Sebastián para pedirle que llevara la novia a la iglesia, sobrepasaba su imaginación.

—Así como lo oyes…y no sé cómo zafarme de esto… ¿Te imaginas? —Sebastián daba vueltas, caminando en círculos intentando que algo se le ocurriera que lo librara de esa misión.

Mauricio lo miró con lástima.

—Ay, amigo…quisiera ayudarte, pero no sé como hacerlo…no se me ocurre nada —le decía al tiempo que despachaba alfalfa a los caballos.

Sebastián se detuvo en seco.

—¿Qué tal si vas tú? Puedo ayudarte a conseguir un uniforme de chofer. ¡Te quedará genial! Y solo tienes que llevarla y traerlos de regreso…no es difícil…además, ofreció pagar el doble —intentó convencerlo con el mismo entusiasmo de un vendedor.

Mauricio se rio.

—¿Estas loco? Ni siquiera sé manejar…ya sabes que soy un bruto y nunca saque el permiso…—respondió con rapidez porque la idea le pareció absurda.

—Es increíble, Mauricio. Te he dicho mil veces que lo hagas…no podrás ser capataz de mi hacienda si no sabes manejar ¿Cómo le harás con el tractor? —le advirtió con el rostro encendido y los dientes apretados —¡Maldición!

Mauricio no le dio demasiada importancia. El sueño de la hacienda de Sebastián lo veía lejos y además sabía de sobra que eso no era su malestar.

—¡Hazlo tú! —se sacudió la alfalfa que cayó en su ropa —En primeras, porque fue a ti a quien se lo pidieron y en segundas porque es tu momento para ver a Bárbara sin que tengas que merodear la casa…

Sebastián se negaba.

—No quiero verla vestida de novia, no sé si podré soportarlo…

—Entonces, así lo averiguas…y ya no quiero hablar de esto. Estoy ocupado, tengo que herrar un caballo —zanjó con esto la conversación y se dispuso a la faena.

Era inútil. Nadie lo iba a librar de aquella encomienda. Meditó sobre las repercusiones y en todas se veía como un perdedor que entregaba a otras manos a la mujer que amaba. A un mejor postor. Sentía rabia, impotencia por no poder evitarlo.

Quizás en el fondo, sería lo mejor. Tal vez esa era la única manera de arrancarse del alma aquella espina. Reventar de un golpe ese sentimiento que no le daba paz, que lo atormentaba día y noche. Cuando Bárbara se fue a la ciudad él trató de impedirlo. Le rogó, le suplicó que se quedara. Que le diera tiempo para hacerse de sus propios bienes y poder ofrecerle la vida que ella anhelaba. De nada sirvió.

Las cartas que en un principio fueron respondidas, irían luego menguando, dejando intervalos de semanas y hasta meses sin llegar. Las llamadas telefónicas que comenzaron largas y llenas de promesas terminaron breves, frías y finalmente sin responder. Hasta que le llegó el invierno en plena primavera y hubo de reconocer que la perdió.

Sebastián se regresó a la casa. Sacó del armario el único conjunto de pantalón y chaqueta que poseía. Se preparó a desgano, aguardando un milagro que le avisara que la boda fue cancelada. Pero no sucedió nada extraordinario ni maravilloso que obrara tal fenómeno.

Se presentó a la casa grande con el corazón en la garganta. Diez años atrás jamás hubiera imaginado que ésta sería la forma en que la volvería a ver. Todavía hasta el último instante se aferró a que sucediera algo, hasta la muerte le pareció apetecible.

Un automóvil grande, brillante y ostentoso estaba estacionado frente a la casa. Los lazos blancos sobre el vehículo le avisaban que allí la transportaría hasta la iglesia. Se colocó de pie frente al auto, con la mirada hacia adelante y el gesto austero al extremo. No tocó la puerta ni se anunció.

Don Esteban de Arzuaga lo vio aguardando afuera.

—Buenos días…Gracias por su servicio, joven Luque…—lo saludó.

Sebastián apenas asintió con una leve inclinación de cabeza.

—La novia vendrá en breve, allá le están arreglando el cabello y, ya sabe, esas cosas de mujeres…que no las necesita ¿eh? Ella es hermosa sin tanto arreglo…pero, gracias, muchas gracias por presentarse. No tengo chofer y bueno…usted ha sido muy amable en hacer las funciones…después hablaremos porque me gustaría que se quedara en el puesto.

Una voz se escuchó llamarlo desde adentro y Sebastián sintió alivio de no verse obligado a sostenerle conversación. Su deseo era desaparecer y no tener que cumplir aquella encomienda. Mordió su labio inferior con tanta rabia que casi se hace sangrar.

El murmullo de voces que salían de la casa grande se fue haciendo más alto. Vio gente, vestidos con la elegancia digna de la ocasión, salir por la puerta y hablando entre sí sin que nadie reparara en él. Agradeció pasar por invisible. Intentó apartar la vista para no verla porque su instinto le gritaba que estaba cerca, en ese punto álgido de entre querer y no querer verla.

Su figura apareció como una diosa vestida de blanco. Parecía un ángel que no pisaba el suelo. En medio de encajes y canutillos, su cintura pequeña, sus brazos desnudos, una gargantilla de brillantes en su cuello y un velo larguísimo le daban un aire de ensueño. Sus ojos quedaron fijos en ella, en su belleza ahora acentuada con la edad, en la sonrisa en sus labios y el aura que se desprendía de todo su ser. Aquella era la Bárbara que recordaba, con su belleza intacta y despertándole todos los sentimientos que pensó dormidos.

Apartó nervioso la mirada de ella y se apresuró a abrirle la puerta. Ella apenas reparó en él. ¿Acaso no se había dado cuenta? Quiso gritarle quien era, pero otra vez debió morderse los labios para no hablar.

—Por aquí, señorita —le señaló el interior del auto con una mano mientras que con la otra abría la portezuela.




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