CAPÍTULO 12
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Llegaron cuando la fiesta estaba en todo su apogeo. Sebastián se sentía extraño en medio de la muchedumbre. El ambiente festivo era contagioso, pero a él le era ajeno y solo le provocaba fastidio en lugar de felicidad. Observó meticuloso cada cosa y nada le parecía atractivo.
Un ventrílocuo que presentaba su espectáculo ante las caras sonrientes de su público, un grupo de jóvenes —todos vestidos de blanco con flecos rojos y brillantes- ensayaban un baile típico, un vendedor de globos intentando llamar la atención de los niños, juegos mecánicos que desafiaban la gravedad volando por los aires, la música con su estruendo y el olor de los puestos de comida le rememoraban los tiempos donde aquello le divertía. Observaba las caras felices de los niños y se veía en ellos, cuando ese también fue su rostro. Aquellos niños no tenían idea de las amarguras que les esperaban en la vida.
Sus pensamientos divagaban. Se sentía fuera de lugar y entre tanta gente, más solo que nunca. Si hubiera traído su alazán, se hubiera largado de allí.
—Vamos, Sebas…cambia la cara de funeral…—lo instaba Mauricio a quien todo aquel barullo le fascinaba.
—Solo vine por complacerte…no pidas más —respondió echando impaciente un vistazo al reloj.
Se pasearon por los alrededores saludando a conocidos. De tanto en tanto Sebastián recibía felicitaciones.
—Ya nos enteramos de que compró la vieja hacienda…muchas felicidades, joven —lo felicitaban conocidos y extraños a los que agradecía con un simulacro de sonrisa.
Luego de recorrer varios puestos de artesanía y juegos de azar, Sebastián estaba ansioso por irse.
—¡Que aguafiestas eres! —se quejó Mauricio.
—Te advertí que no quería venir…—replicó de inmediato.
—Al menos vamos un rato al salón de baile, nos tomamos unas cervezas y ya luego te llevo a tu casa —sugirió —Yo me regreso porque está buena la fiesta.
Sebastián aceptó a regañadientes. Optó por no insistir, no quería arruinarle la diversión a su amigo. Tampoco deseaba sentirse tan ajeno a todo, como si la alegría no le fuera permitida.
El lugar estaba concurrido y se ubicaron en la única mesa que quedaba disponible. La pista de baile se encontraba justo en el centro y allí varias parejas bailaban divertidas. Mauricio ordenó un par de cervezas que llegaron frías, con pedazos de hielo escurriéndose.
Tomó la suya y la levantó al aire.
—Ahora vamos a brindar por ti…—propuso Mauricio.
Sebastián chasqueó la lengua.
—¿Por qué? ¿Por la traición? ¿Por el desengaño? ¿Por el ridículo que hice por años? ¿Por qué soy el más imbécil de los hombres? ¿O porque soy el más amargado de la fiesta? —cuestionó con sarcasmo.
Mauricio bajó la cerveza y dejó caer los hombros con cara de impaciencia.
—¡Nada de eso! —exclamó exaltado —¡Por Luna Nueva, amigo! ¡Por que lograste tu sueño de ser un hacendado! No es poca cosa… ¡alégrate! —luego añadió ufano: Además, ahora soy capataz. ¡Brindemos por eso!
Sebastián sonrió como dándole la razón y elevó un poco el ánimo.
—Tengo que admitir que es lo mejor que me ha pasado en la vida. No me puedo quejar. Es cierto, hemos progresado juntos.
Levantó la cerveza para el brindis, Mauricio hizo lo propio. Chocaron sus bebidas y al unísono dijeron: ¡Salud!
Esta vez era genuina la sonrisa en el rostro de Sebastián, un producto de la sensación de logro que le causaba haber subido tal peldaño en la vida. Dio un sorbo a su cerveza y, si bien no era el más alegre de la fiesta, al menos ya no insistió en largarse.
La fiesta continuaba a buen ritmo. La gente llegaba, tomaba sus lugares y pronto el salón fue llenándose. La música invitaba al baile y Mauricio no pensaba desperdiciar la oportunidad. Una morena de ojazos oscuros y cuerpo de sirena ya le había llamado la atención.
—Mira esa belleza… fíjate que, si ahora te vas, no planeo quedarme solo —dijo sin darle tiempo a reaccionar. Cuando Sebastián fue a mirar, su amigo ya se había lanzado a la conquista.
Cinco minutos después, Mauricio tenía a la joven agarrada por la cintura y con una sonrisa en los labios. En el medio de la pista, bailaban sin reparo. Sebastián observaba desde su mesa, apurándose la cerveza, en ocasiones mirando a su amigo bailar y en otras sus ojos escapaban a la entrada para ver quienes llegaban. No se había dado cuenta que marcaba el ritmo con el pie, que se sentía feliz por su amigo, porque uno de los dos al menos era feliz.
Fue en uno de aquellos escapes de mirada fugaz que vio llegar a Luna. Sin poder evitarlo, sintió un vuelco en el pecho. Llegó sola, acompañada únicamente de su aura, de esa belleza que irradiaba con su sola presencia. Impecable, hermosa, siempre olorosa, segura de sí misma, cautivándolo todo con la mirada.
Luna fue caminando entre las gentes. Algunos la saludaban reconociéndola como la hija del patrón De Arzuaga. Ella les respondía con afecto, como si los conociera, aunque su vida había sido lejos de Las Lunas y difícilmente recordara a nadie.
Sebastián la siguió con la mirada y la vio ubicarse cerca de la barra, mirando divertida las parejas de baile. Pensó en ir a saludarla, pero se contuvo y terminó por quitar la mirada de ella por temor a ser descubierto.
Cuando hubo terminado la pieza de baile, Mauricio se excusó con la chica morena de cuerpo de sirena para volver donde su amigo.
—Eres tan necio que no te das cuenta —le recriminó —Y luego dices que el tonto soy yo…
—¿Qué te pasa? ¿De qué estás hablando? —cuestionó haciéndose el desentendido.
Mauricio volteó los ojos con impaciencia.
—¡De la niña Luna! —explicó exasperado —¿Es que no la viste llegar?
Sebastián miró brevemente hacía donde ella estaba.
—Sí, la vi…pero… ¿Qué se supone que haga? ¿Qué vaya a rendirle pleitesía? ¿A importunarla con un saludo? Esta aquí como cualquiera de nosotros. Si vino a divertirse… ¡Que se divierta!