CAPÍTULO 16
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—¿Estás diciéndome que estuviste todo ese tiempo con ella y no se te ocurrió pedirle su número de teléfono? ¡Que va! ¡Ese es otro nivel de idiota! —le recriminaba Mauricio.
Habían pasado varios días de la fiesta donde Sebastián y Luna se habían divertido y desde entonces no hubo más comunicación. No la vio más porque ella no regresó a Luna Nueva y él había jurado no volver a pisar la hacienda de los De Arzuaga.
La vida se le consumía con deberes. Sebastián llenaba sus días con trabajo, desde el despuntar del alba hasta que el sol se ocultaba detrás de las colinas. Laboraba con ahínco y todo era importante y cuidado con esmero. El trabajo fuerte nunca le fue ajeno. Acostumbrado a la vida recia de la tierra, se había esculpido un físico fuerte. El torso ancho, los brazos y piernas marcados por músculos desarrollados a punta de domar caballos y subir cerros. Más allá de eso, creía que no necesitaba nada más y sentía gran satisfacción por el progreso que veía cada día. En poco tiempo había logrado un contrato con una cadena de mercados que le compraban la carne de su ganado, un importante negocio para un empresario que apenas comenzaba como él.
Pero en cuestión de amores - según Mauricio - un completo fracaso.
—No le pedí nada…no sé…no se me ocurrió…ya no me fastidies…—se quejaba ante el reclamo de su amigo, limpiándose de la frente el sudor que le bajaba tras el esfuerzo de bajar costales de granos de su camioneta.
Mauricio abrió el portón de madera que despachaba los animales al campo abierto. Contaba cada una de las cabezas de ganado, y al mismo tiempo argumentaba con Sebastián su falta de iniciativa.
—Hay un solo camino si quieres saber de ella…ve a buscarla.
Sebastián dejó caer el último costal al suelo y se detuvo en seco.
—¿Estas insinuando que vaya a Luna Creciente? ¡Olvídalo! Allá no me aparezco ni de casualidad…—expresó tajante.
—Entonces…te quedaras sin poder despedirte…—soltó a quemarropa.
La noticia causó el efecto esperado.
—¿Se va? —preguntó asombrado y dejó lo que estaba haciendo.
Mauricio se rio, le encantaba ver la cara de Sebastián cuando algo lo tomaba por sorpresa.
—¡Por supuesto que se va! —lo miró con fijeza a los ojos y desplegó una medio sonrisa —¿Qué creías? ¿Qué abandonaría sus estudios para quedarse encerrada en este pueblo y llenarse del polvo de los caminos ¡No! Pero es que a ti te tengo que explicar hasta lo más obvio…
Sebastián ignoró su tono burlón.
—¿Cómo lo supiste? ¿Quién te lo dijo? —inquirió con interés.
—Me encontré con la vieja Rafaela en el manantial a donde siempre va —le contó mientras revisaba las herraduras de uno de los caballos. —¿Sabes que desde nuestro lado de la cerca podemos ver hasta allá? Bueno, pues desde ahí hablamos y me lo dijo.
Sebastián respiró hondo. Los pensamientos le llegaron confusos a la mente y enseguida se abrió un debate en su cabeza.
—Si la señorita Luna se va, me gustaría despedirme de ella —confesó, un tanto avergonzado de admitirlo.
—Es lo menos que le debes, una despedida y desearle bien en sus estudios…
Sebastián meditó las posibles formas de verla antes de que se fuera. Mientras trabajaba, caviló ideas durante todo el día. No encontraba acierto. Todas las alternativas incluían acercarse hasta Luna Creciente, algo que no vislumbraba hacer.
La tarde pasaba rápida y la jornada laboral iba llegando a su fin. Agotados y deseosos de descanso, los trabajadores se retiraban a sus casas.
—Hasta mañana, patrón…—los escuchaba despedirse uno a uno hasta quedar solo Mauricio.
Sebastián se mordió el labio inferior, signo visible de que una batalla interior lo atormentaba.
—Sea lo que sea, piénsalo rápido…se va mañana…—le remarcó su capataz antes de irse, dándole una leve palmada sobre el hombro.
Cuando se encontró completamente solo, supo que era hora de actuar. En la balanza sobre dejarla ir o despedirse, pesó más el deseo de su corazón.
Cerró el portón y se montó en su camioneta, todavía inseguro de qué hacer. Pero como si un poder sobrenatural lo dirigiera, pronto se encontró frente a la casa grande, observado de lejos que allá adentro estaba una mujer a la que ansiaba ver.
El capataz Eusebio lo divisó a lo lejos. Cargaba un manojo de llaves que anunciaban que tenia potestad de abrir o cerrar la entrada según su criterio. Le sorprendió encontrarse allí al joven Luque.
—Caramba…no esperaba verlo por aquí…felicidades por su nueva hacienda. Cuando pueda le iré a hacer una visita… ¿Viene a ver al patrón? —le preguntó y sin dar oportunidad a respuesta, le abrió el paso.
Sebastián le agradeció sin hacer aclaraciones. Se sintió extraño cuando el capataz Eusebio se excusó dejándolo solo en la puerta.
—Me disculpa, pero me tengo que ir…es tarde y ya sabe…mi viejita me espera…—explicó.
—No se preocupe…váyase tranquilo. Y cuando quiera, lo esperamos en Luna Nueva…será un placer.
Estaba nervioso y el corazón le palpitaba fuerte. Tocó dos veces a la puerta, pero enseguida se arrepintió. Pensó en regresarse a la camioneta, largarse de allí y olvidarse de todo. Pero si esa hubiera sido la decisión, ya era tarde. La puerta se abrió.
—¿Qué hace aquí, joven Sebastián? Si el patrón lo ve, no le va a ir bien —le advirtió Rafaela, con el pavor reflejado en su voz vacilante y temblorosa.
Sebastián se mostró confundido.
—¿Don Esteban está de regreso? Creí que…
Rafaela tenía el susto en los ojos.
—Ya regresaron…pero él salió con la niña Luna a comprar unas cosas porque se va mañana…— le dijo entre dientes, bajito para que nadie oyera. Mirando temerosa a todos lados.
—Es que…
—Váyase rápido, nadie tiene que enterarse de que vino.
Sebastián titubeó.
No hubo tiempo para escape seguro. Se escucharon pasos livianos acercarse apresurados.