La muñequita

Capítulo 2

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Adrián condujo en silencio hacia su casa, a su lado, Galilea iba también callada, sobrecogida de miedo. No conocía al hombre, nunca lo había visto, casi no salía de su casa. Ignoraba cómo es que su padre había dado con él.

Era costumbre en su pueblo, entre las personas más humildes, que, si nacía una hija, fuera criada para ser vendida, así que la cuidaban en extremo para preservar su virginidad al comprador y poder conseguir más dinero. Las autoridades locales se hacían de la vista gorda ante esto. Y si alguien de fuera se enteraba y llegaba preguntando, todos lo negaban, nadie admitía esa horrible tradición, nunca las vendían a alguien de fuera, lo de hoy había sido una rareza, pero supuso que fue porque su comprador era dueño del rancho y su papá consideró que ya era local.  Por un lado, iba agradecida que no la hubieran vendido al cantinero. Ese viejo gordo asqueroso ya le había echado el ojo, su papá se lo había comentado. Pero sabía que le podía sacar más dinero al muchacho del rancho, así que fue con él. En la cantina hubiera acabado como una prostituta más, era lo que les pasaba a todas las muchachas que caían ahí.  Pero, por otro lado, estaba igual de aterrada. No conocía al hombre, no sabía sus mañas y no tenía idea de cómo la iba a tratar.

Después de un rato, llegaron a “Las palomas”. Adrián estacionó el todoterreno junto a la casa y se bajó a sacar las bolsas de compra, hizo 2 viajes y las dejó junto a la puerta de la casa. Se giró a mirar a la joven quien seguía en el auto. A leguas se notaba que estaba aterrada.

— Baja ya. — Le dijo mientras tomaba la cubeta que estaba colgada del gancho y, con la otra mano, sacaba las llaves del bolsillo de su pantalón.

La joven dudó un momento y empezó a bajar, cuando el perro se lanzó ladrando hacia ella.

Galilea gritó y volvió a levantar los pies cerrando la puerta del carro con violencia.

— ¡Perro basta! — Gritó Adrián. Puso la cubeta en el suelo y se acercó al animal. — ¡Cállate!

La chica miraba aterrada desde el interior del auto.

— Baja. — Volvió a decir Adrián. — No te va a hacer nada.

Un leve estremecimiento se notó en la joven, aun así, obedientemente abrió la puerta del carro con temor y bajó lentamente.

— Ven. — Dijo Adrián extendiéndole la mano.

Ella lo miró dudosa por un instante y luego acercó la suya.

— Agáchate. — Dijo Adrián jalándola hacia él y llevando su mano al hocico del perro.

La joven contuvo el aliento con evidente temor. Adrián apretó su mano para que no se soltara e hizo que el perro la oliera por un momento. Luego se levantó.

— Listo. — Le dijo a la joven. — Ya no te va a molestar.

Ella miró con algo de recelo a perro.

— Gracias. — Murmuró

— Ayúdame a guardar las cosas. — Dijo Adrián dirigiéndose de nuevo a abrir la puerta.

Galilea lo siguió y empezó a tomar bolsas del suelo.

— ¿Por qué tiene fresas en esa cubeta? — Preguntó con curiosidad.

— ¿Hoy fueron fresas? — Dijo Adrián con una sonrisa mientras abría la puerta. Luego se agachó a tomar el resto de las bolsas y la cubeta. Mientras entraba le empezó a explicar. — Un día pasó una mujer con varios niños pequeños, me preguntó si no tenía un poco de leche que le regalara para sus hijos. Se veía muy jodida. Tengo una vaca, la ordeño todos los días, pero es demasiada leche para mí. Le dije que se la iba a dejar colgada en la puerta para que no se la bebiera Perro o cualquier otro animal, que viniera por ella, aunque yo no estuviera. Y siempre me deja algo en pago. Generalmente frutas, que me imagino que recoge de alguna huerta o del campo.

— Creo que ya sé qué mujer es. — Dijo Galilea poniendo las bolsas en la mesa. — Se llama Judea. Se quedó viuda y tiene como 5 niños, uno de brazos.

— Quizá… Nunca le pregunté el nombre. — Dijo Adrián encogiéndose de hombros y acomodando las compras en los anaqueles mientras la joven la pasaba las cosas de las bolsas. — A veces también le dejo huevos. Tengo un par de gallinas. No son muy ponedoras, pero si me sobran se los dejo a esa mujer en el porche.

Terminaron de guardar todo y Galilea se quedó parada con la mirada en el piso mientras Adrián la observaba por un momento.

— ¿Qué voy a hacer contigo? — Dijo en voz baja, más bien para sí mismo.

La joven no respondió nada, pero se ruborizó totalmente.

— Acércate. — Dijo Adrián.

Ella dudó un momento, pero se acercó un poco.

— Más. — Insistió el hombre. — Ven junto a mí.

La joven lo hizo. Él acarició su rostro suavemente.

— ¿Dices que ahora soy tu dueño?

Ella sólo asintió sin levantar la vista.

Adrián siguió acariciando su mejilla notando cómo ella se estremecía… De miedo.

Sopesó las circunstancias. Tener a esa joven a su disposición era una tentación muy grande, pero él no era un hijo de puta ni iba a abusar de ella. La compró porque vio la desesperación en sus ojos y no quería que acabara en la cantina o en el burdel prostituyéndose. Ninguna mujer merecía ese destino.




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