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Galilea se quedó un instante de pie en medio de la habitación. ¿En serio no la iba a reclamar? Quería casi llorar de alivio. No es que su dueño fuera feo, al contrario, era guapísimo, pero temía los horrores de algo que no conocía. Había escuchado historias de muchachas que fueron forzadas hasta desangrarse, decían que el cantinero era así, que las maltrataban y las obligaban a hacer cosas horrorosas.
Ella había temido que, apenas pusieran un pie en el rancho, el hombre se le lanzara encima y le hiciera quién sabe qué. Sin embargo, había sido amable. Algo seco en su trato, pero amable. No le exigió nada, no la obligó a nada ni le hizo cosas horribles.
Decidió que quería quedarse ahí, que haría hasta lo imposible porque ese hombre no se hartara de ella y le permitiera permanecer a su lado.
Dejó sus pocas pertenencias en un rincón y corrió a la cocina a buscar la escoba.
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Adrián miraba disimuladamente el vaivén de Galilea por toda la casa. La joven parecía un torbellino limpiando aquí, acomodando allá, corriendo a la cocina a revolver cacerolas y regresando a limpiar algo. La sintió entrar a su habitación y dudó si levantarse a ver qué hacía. No estaba seguro que le gustara que ella entrara a su cuarto. Estaba a punto de ir a ver, cuando la vio pasar de nuevo llevando un montón de ropa sucia en las manos y no pudo evitar sentirse apenado. Él tenía la mala costumbre de desnudarse y aventar todo al piso y, hasta que casi no le quedaba ropa limpia por usar, era que se ponía a lavar.
Se concentró de nuevo en la pantalla de su laptop hasta que una ligera llamada a la puerta de la habitación lo hizo saltar. Giró y encontró a Galilea mirándolo apenada.
— Disculpe que lo moleste. — Dijo la joven en voz baja. — Ya está la comida.
Adrián miró su reloj. Eran las 2 con diez minutos. Se levantó de la silla y se estiró para luego frotarse la cara.
— No me di cuenta que había pasado tanto tiempo. — Dijo caminando hacia la puerta.
La joven giró y se fue apresurada hacia la cocina.
Adrián la siguió, no sin notar lo inmaculado del piso, el orden de la salita y lo limpio que estaba todo. ¡Incluso había limpiado los cristales de las ventanas! Se acercó a la cocinita a lavarse las manos y lo golpeó de lleno el aroma de la comida.
— ¡Qué bien huele! — Dijo aspirando profundamente.
La joven sonrió tímidamente mientras servía un plato.
— Le hice estofado, espero que le guste.
— Estoy seguro que sí, gracias. — Dijo mientras se sentaba ante la mesa.
Galilea se acercó y puso un plato frente a él, luego se retiró hacia la estufa y se quedó parada ahí. Él la miró intrigado.
— ¿No vas a comer? — Le preguntó.
— Más tarde señor, cuando usted termine.
— Sírvete. — Dijo Adrián apoyando los brazos en la mesa, al lado de los platos.
— Pero… señor…
— Sírvete y ven a comer. Y me llamo Adrián. — Dijo mirándola con seriedad.
La joven, algo intimidada, se sirvió apresuradamente un poco de estofado en un plato y acercó a la silla que estaba frente Adrián.
— Acá. — Dijo él moviendo la silla que estaba a su lado.
Galilea se acercó cabizbaja y se sentó en silencio. Adrián la observaba con curiosidad.
— ¿Siempre eres así de callada? — Le preguntó.
— No lo sé. — Respondió ella con una leva sonrisa sin levantar la vista.
— ¿Cómo que no lo sabes? Dijo Adrián tomando el tenedor.
— No tenía con quién hablar en la casa. Mi papá nunca estaba.
Él tomó un trozo de comida con el cubierto y se le quedó mirando.
— ¿No vas a comer tú? ¿Está envenenada mi comida? — Preguntó levantando una ceja.
— ¡Cómo cree señor! — Exclamó ella abriendo mucho los ojos.
Él no se movió, así que Galilea, luego un momento, tomó su tenedor y se metió un bocado a la boca.
— No sé si le guste así de sal. — Dijo ella luego de tragar.
El probó el bocado y no pudo evitar emitir un gemido de placer.
— Está delicioso. — Dijo disfrutando.
Galilea sonrió y volvió a meterse otro trozo a la boca.
Siguieron comiendo en un cómodo silencio. Cuando terminó el último bocado, Adrián soltó un suspiro y exclamó satisfecho.
— Podría acostumbrarme a esto.
Estiró su mano y la puso en sobre la rodilla de la joven, sobresaltándola.
— Estuvo todo muy sabroso, gracias. — Dijo, luego se quedó callado mirando a la nada, mientras frotaba el pulgar sobre la piel de la joven.
Ella no sabía cómo reaccionar. ¿Sería que ahora sí decidiera reclamar por lo que había pagado? No se movió, permaneció quieta casi sin atrever a respirar mientras él seguía acariciando tenuemente su pierna.