La muñequita

Capítulo 5

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Galilea se quedó un rato ahí sentada pensando… y sintiendo. Aún le hormigueaban los labios por esos besos que había recibido y que la habían hecho sentir cosas que nunca en la vida se hubiera imaginado.

Empezaba a creer que Adrián tenía razón y que sí se podría disfrutar el estar con él, porque ella había disfrutado mucho sus caricias. Suspiró y se levantó. Fue a la cocina y se puso a preparar una masa con harina, huevos y leche, estaba en eso cuando entró Adrián vestido sólo con pantalones a medio abrochar, descalzo y secándose el cabello húmedo con una toalla. Ella, sorprendida, miró por un momento su pecho desnudo, musculoso, cubierto de vellos y bajó la vista ruborizada.

Adrián lo notó y sonrió sutilmente.

— ¿Qué haces? — Preguntó acercándose a la mesa.

— Si le parece bien, señor, voy a usar las fresas que le trajeron para hacer una tarta.

— Adrián.

— ¿Perdón?

— Me llamo Adrián, deja de decirme señor, puedes hablarme de tú.

Ella sólo asintió apenada.

— ¿Puedo hacer la tarta?

— Ya lo estás haciendo. — Sonrió él. — Y se pegó a su espalda, haciendo un lado su cabello y besándole el cuello.

Galilea no pudo evitar estremecerse.

Adrián la soltó y empezó a caminar hacia las habitaciones.

— ¿Señor?

— Adrián — Dijo deteniéndose.

— Adrián… — Musitó Galilea. — ¿Puedo hacer otra tarta para dársela a Judea?

— ¿A quién? — Preguntó él frunciendo el ceño.

— La mujer a la que le regala la leche.

— ¡Ah! Si, no hay problema. Me voy a trabajar.

Se fue a su estudio y Galilea se quedó amasando con una discreta sonrisa en los labios.

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Un par de horas después, un aroma delicioso lo hizo levantarse de su silla y salió rumbo a la cocina.

— ¿Gali? — Preguntó extrañado de ver todo solo y en silencio. También notó las dos tartas enfriándose sobre la mesa.

— Acá. — Se escuchó la voz de ella en las recámaras.

— ¿Acá dónde? — Preguntó él caminando de regreso.

— Acá, guardando su ropa. — Dijo ella.

Adrián entró a su habitación y la encontró colgando las camisas que había lavado en la mañana. La habitación lucía inmaculada.

— ¿No paras nunca? — Le preguntó él tomando unos pantalones que estaban doblados sobre la cama y metiéndolos a una gaveta.

Ella sólo sonrió.

— No eres mi esclava Gali. — Dijo él acercándose a la joven. — No tienes que probar nada, ni matarte trabajando para asegurar tu lugar aquí.

— No quiero que se harte de mí y me eche. — Dijo ella en voz baja.

— Difícilmente alguien se hartaría de ti. — Murmuró acariciando su rostro, luego se inclinó y la besó.

Luego la tomó de la mano y la llevó hacia su despacho.

— Y no te voy a echar. Eres mía. ¿Recuerdas? Yo nunca me deshago de mis cosas.

La joven sonrió.

— Siéntate aquí. — Dijo Adrián colocando una silla junto a su escritorio, pero de espaldas al mismo.

Galilea se sentó frunciendo el ceño.

— ¿Sabes usar una Tablet?

— ¿Qué es eso?

— Es algo entre una computadora y un teléfono celular.

— No. — Dijo ella bajando la mirada. — No se usar nada de esas cosas.

— Pero ¿Sabes leer?

— Eso sí. — Sonrió la joven.

— Bien. — Dijo él sentándose en su silla y tomando su Tablet. Luego empezó a pasar el dedo por la pantalla con el ceño fruncido. — Déjame ver qué puedo encontrar para ti. ¡Ah sí! Jane Austen. “Orgullo y prejuicio”.

— ¿Qué?

— Es una novela, muy famosa y, hasta donde sé, le gusta mucho a las mujeres. Toma. Dijo entregándole el dispositivo. Esto se usa así…

Y le explicó lo básico.

Galilea, sorprendida de la tecnología que desconocía, empezó a leer las primeras líneas y luego levantó la vista asombrada.

— ¿Estos son los libros que dice que usted hace?

— Ese es el formato digital, sí. Yo no escribí esa novela. Lo mío es el drama, el misterio y el suspenso.

— ¡Oh! — Exclamó ella y volvió la vista a la pantalla.

Adrián sonrió y fijó la vista en su laptop, releyó lo que había escrito y luego empezó a teclear. Ocasionalmente hacía pausas para leer, y bajaba su mano para acariciar la pierna de Galilea. Ella, al principio se había sobresaltado y lo miraba con algo de desconfianza, pero luego, al ver que él estaba concentrado en lo que hacía y que parecía que el movimiento de su mano era inconsciente, dejó de hacer caso y se dedicó a leer la novela.




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