La Nana

CAPITULO 5

NARRA ABHA

La mansión huele a madera pulida, a perfume caro y a caos infantil. Son las cuatro de la tarde y los niños Gaulle acaban de regresar del colegio como si hubieran escapado de una prisión emocional. Mochilas volando, zapatos por los aires, gritos en franses que no entiendo pero que claramente no son poesía.

—¡Perdiste! —grita Lev, lanzándole un cojín a Timofey.

—¡Mientes! —responde Timofey, mientras corre por la sala como si fuera parte de un videojuego en vivo.

Yo los observo desde la puerta, con una mezcla de resignación y ternura. Parecen pequeños tornados con uniforme. Pero algo me llama la atención. Vasilisa.

Está sentada en un rincón del salón, con la espalda recta, los auriculares apagados y la mirada perdida en la ventana. No grita. No se mueve. No existe en el mismo plano que sus hermanos.

Es claramente la alerta roja de “chico a la vista”. Si lo he de saber yo.

Me acerco con estrategia. Nada de “¿estás bien?” ni “¿quieres hablar?”. No. Eso espanta a los adolescentes como el ajo a los vampiros.

—Tengo chocolate suizo. Del que no se derrite en la mano. —Le digo, como quien lanza un anzuelo.

Vasilisa gira apenas el rostro. Me mira. No dice nada. Pero sus ojos se detienen en la barra que sostengo.

Me siento a su lado. Le paso el chocolate. Ella lo toma sin mirarme.

—¿Mal de amor? —pregunto, como quien lanza una bomba y se aleja.

Ella frunce el ceño. Me mira. Y por primera vez, habla.

—¿Por qué lo dices?

Y en toda la historia de mi presente vida en Fransia Vasilisa, se lleva un bocado de chocolate a la boca ¡Primer gol a favor de Abha! ¡oh siiii!

—Porque esa cara la conozco. La tuve a los quince. Cuando mi primer amor me dejó por una chica que sabía bailar salsa y yo apenas sabía mover los codos.

Vasilisa suelta una risa breve. Pequeña. Pero real.

—¿Y qué hiciste?

Señoras y señores, ¡este es el primer paso de la humanidad en un planeta llamado adolescencia! Podrá ser corto, pero es inmenso en la historia de Abha.

—Le escribí una carta. De tres páginas. Con metáforas ridículas y dibujos de corazones rotos. Luego la quemé. Y me comí un pastel entero.

—¿Funcionó?

—No. Pero el pastel estaba buenísimo.

Hay silencio. Ella baja la mirada. Juega con el envoltorio del chocolate.

—Hay un chico en el colegio. Se llama Louis. Es del grupo de los populares. Tiene el cabello rizado y siempre huele a menta. Pero no me mira. Nunca.

—¿Y tú lo miras?

—Sí. Pero disimulo. No puedo hacer mucho. Por el negocio de papá tengo que mantener perfil bajo. No salgo. No tengo redes sociales públicas. No puedo ir a fiestas. Mis amigas sí. Ellas tienen vida. Yo tengo escoltas.

La escucho. No interrumpo. Solo asiento.

—Debe ser difícil sentir que vives en una vitrina.

—Exacto. Soy como una muñeca cara que nadie puede tocar. Y él… él ni sabe que existo.

—¿Y si te dijera que no necesitas que te vea para que te note? —. No sonrió.

Ella no necesita sonrisas falsas que muestren empatía.

—¿Cómo?

—Haz que te escuche. Una frase inteligente en clase. Una respuesta inesperada. Una mirada que no busca aprobación. Los chicos populares están rodeados de ruido. Tú puedes ser silencio con contenido.

Vasilisa me mira. Sus ojos se humedecen apenas. Pero no llora.

—¿Crees que funcione?

—No lo sé. Pero creo que vale la pena intentarlo. Y si no funciona… tengo más chocolate.

Ella sonríe. Me pasa la mitad de la barra. No dice nada más. Pero algo se ha roto. O se ha abierto. Y eso basta.

Me levanto.

—Voy a ver qué desastre dejaron tus hermanos. Si escuchas gritos, no te preocupes. Es parte del show.

Entro a la sala. El caos es absoluto. Cojines por el suelo, una lámpara torcida, y Timofey grabando con el celular mientras Lev sostiene algo viscoso y verde.

—¡No, no, no! ¡Lev, no lo hagas! —grito, pero ya es tarde.

El slime vuela. Y aterriza en mi cara. Verde. Pegajoso. Frío. Y sí… ¡se me mete en la boca!

—¡PUAJ! ¡¿QUÉ ES ESTO?! ¡SABE A MOCO DE DINOSAURIO!

Los niños estallan en carcajadas. Timofey graba todo. Vasilisa asoma la cabeza desde el pasillo, con una sonrisa que no puede ocultar.

Yo me limpio como puedo. Y entonces, como toda mamá latina en modo furia, grito:

—¡Lev Gaulle! ¡Timofey Gaulle! ¡A la pared, YA!

—¡Pero tú no eres nuestra mamá! ¡Eres la niñera! —grita Timofey.

—¡Y como niñera tengo el derecho divino de reprenderlos! ¡Pared! ¡Manos arriba! ¡Cabeza pegada!

Ellos obedecen. Refunfuñando. Pero obedecen.




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