La niñera del hijo del millonario

Episodio 3

KIRA

Me acomodo a la sombra, junto a la casita de la entrada, y me quedo pegada al teléfono. Me ha respondido el tío Tarás.

«¡Hola, estrella de un planeta inexistente! ¿Qué, otra vez te has gastado todo el dinero? Me pregunto en qué. Ya va a hacer un año, y todavía no has aprendido a gastar menos de lo que ganas...»

Me hierve la sangre. ¡Qué tacaño! Solo consiguió enfadarme más. Yo le pedía prestado, no que me diera una lección. Con rabia, le contesto:

«¡GRACIAS!»

Respiro hondo, llenando los pulmones de aire para calmarme. Tengo que pensar en algo, porque necesito comer al menos algo estos diez días. ¿Pero de dónde sacar dinero? Tendré que empeñar las joyas en la casa de empeños —ya lo he hecho antes. No quiero, pero luego las recuperaré.

Un ruido llama mi atención. Giro la vista hacia donde viene un zumbido extraño y veo a un niño pequeño que avanza hacia mí por un bonito paseo de tuyas en un cochecito eléctrico. Tendrá unos cuatro años, quizás cinco. Muy serio. Y detrás de él, como escolta, camina Maksim Vladislavovich.

Al verme, el niño se detiene. Me observa fijamente un instante y luego avanza hacia mí. Vuelve a parar a unos metros y me examina con curiosidad. Y enseguida se acerca más.

— ¡Buenos días! —me saluda cortésmente.

Sonrío y le devuelvo el saludo. Es tan gracioso y, al mismo tiempo, bastante guapo, con el pelo castaño claro y los ojos color avellana. Lleva puesta una camiseta blanca y unos pantaloncitos cortos grises.

— ¿Cómo te llamas? —pregunta con interés.

— Kira.

— Y yo soy Artem —me extiende la mano.

Hago lo mismo, sin esconder la sonrisa. Artem es tan pequeño, pero intenta comportarse como un adulto. Al soltarme la mano, pregunta:

— Kira, ¿qué haces aquí?

— Espero a una amiga.

— ¿Y dónde está tu amiga?

A pesar de ser tan pequeño, habla claro y con precisión.

— Ella tiene asuntos en este patio.

— Ajá, ya veo —dice con expresión seria y, entornando un ojo, añade—: Mi papá me está buscando una niñera... —me observa un momento y pregunta—: ¿Y tú, qué, no quisiste ser niñera?

— No.

— ¿Por qué?

Me encojo de hombros.

— ¿Es que no te gustan los niños? —pregunta con sorprendente madurez.

— Sí me gustan, creo, pero cuidar niños no es lo mío. Además, ya tengo otro trabajo.

— Entiendo —responde con seriedad y suelta—: ¿Te queda mucho por esperar? Ven conmigo.

— ¿A dónde? —pregunto, mirándolo con ojos muy abiertos.

— A jugar conmigo al fútbol.

Sonrío. Entiendo que es un capricho de niño y que no puedo ir con él a ninguna parte. Bastante que me han dejado pasar la puerta.

— Cariño, no puedo.

— ¿Por qué no puedes?

— Porque se enfadarían conmigo.

El pequeño se gira hacia su acompañante:

— Maksim Vladislavovich, ¿puedo jugar al fútbol con Kira?

— ¡Puedes! —responde el gigantón.

La verdad, me quedo en shock, no esperaba que ese hombre lo permitiera.

— Sígueme —ordena el niño y de inmediato arranca con su coche, girando hacia un sendero entre las tuyas.

Suspiro, me levanto, guardo el teléfono en el bolsillo del mono y lo sigo dócilmente. Al menos así pasará el tiempo más rápido.

El niño, al llegar a un césped bien cortado, se detiene y, mirando hacia mí, me llama:

— Kira, date prisa.

Camino deprisa, pero me siento incómoda porque ese gigantón va junto a mí.

Al llegar al césped, el niño enseguida me lanza la pelota que había allí. Empezamos a correr por el césped. Artem se ríe a carcajadas, feliz de haberme marcado ya tres goles en la portería improvisada con los setos de boj recortados.

Tras marcarme otro gol, el niño pide:

— Vamos a las cerezas.

Exhalo jadeando y niego con la cabeza.

— Artem, no puedo ir contigo...

— ¡Vamos, por favor! Maksim Vladislavovich vendrá con nosotros —suplicó también jadeando.

Instintivamente miro al hombre, y él asiente con la cabeza.

Suspiro y me acerco al niño, que, tomándome de la mano, me conduce hasta un gran cerezo frente a la casa.

Nos detenemos junto al árbol y él pide:

— Las cerezas están muy altas, súbeme.

Resoplo y lo alzo. Pensé que pesaría más, pero es bastante ligero para su estatura.

Enseguida arranca unas cerezas grandes y jugosas, y mirándome a los ojos, propone:

— Vamos, tú me sostienes, y yo te doy de comer cerezas mientras como yo también.

Sonrío y lo rechazo con suavidad:

— Artem, mejor come tú solo, yo solo te sostendré.

El niño arranca más cerezas: una se la mete en la boca, otra me la da a mí, y se ríe. Es tan gracioso y curioso, su ingenio me fascina.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.